DEBATE
Raymond Aron: política, estrategia y formas de la guerra contemporánea
Resumen: Este artículo tiene por objeto el análisis sociológico de Raymond Aron sobre las relaciones entre política, diplomacia y estrategia. Me enfocaré en las comprensión de Aron acerca de: 1) la diplomacia y la estrategia como vectores de la política externa de los Estados; 2) las tensiones en la guerra entre el conductor político y el conductor de las operaciones militares; 3) las formas de la guerra contemporánea: “guerra convencional”, “guerra nuclear” y otras formas de la “guerra no convencional”. Por último reflexionaré sobre la importancia de la obra de Aron para académicos, políticos y militares en la Argentina actual.
Palabras clave: Raymond Aron, Política, Estrategia, Guerra.
Raymond Aron: policy, strategy and forms of contemporary war
Abstract: This article aims to the sociological analysis of Raymond Aron on the relations between policy, diplomacy and strategy. I will focus on the understanding of Aron about: 1) diplomacy and strategy as vectors of the external policy of the States; (2) the tensions in the war between the political leader and the leader of the military operations; (3) the forms of contemporary war: "conventional warfare", "nuclear war" and other forms of "non-conventional war". Finally I will reflect on the importance of the work of Aron to academics, politicians, and military in the current Argentina.
Keywords: Raymond Aron, Policy, Strategy , War.
Introducción
El interés que los sociólogos muestran desde hace algunos años en los problemas de la Guerra se explica fácilmente. Lo que debiera sorprender es la relativa indiferencia que, hasta hace poco, mostraban la mayoría de los sociólogos ante ese fenómeno a la vez social y asocial que, a través de los milenios de la historia humana, ha formado, destruido y moldeado las sociedades. (Aron, [1961] 1997, p. 497)
En el año 2011, el sociólogo Sinisa Malesevic destacaba –como lo hiciera Aron en 1961– que aunque la guerra es un fenómeno productor de significativos cambios en la historia de la humanidad, ha sido desatendida, cuando no conscientemente ignorada, por el canon sociológico desde la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, los autores clásicos de la teoría social –Marx y Engels, Durkheim y Weber– sí prestaron atención a la violencia organizada y la guerra.1 Recién con los conflictivos escenarios nacionales, regionales y globales de fines del siglo XX y principios del XXI, la guerra comenzó a enfocarse más decididamente en la agenda sociológica de las academias de los países centrales.2 Aun así, los manuales de sociología no suelen incorporar el tema entre sus contenidos canónicos.3 En la Argentina, el tema es todavía marginal en la sociología enseñada e investigada en las universidades, si bien existen excepciones como los editores de Cuadernos de Marte. Revista Latinoamericana de Sociología de la Guerra y los sociólogos Pablo Bonavena y Flabián Nievas que han dictado cursos de Sociología de la Guerra en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata y coordinan mesas sobre el tema en las Jornadas de Sociología de ambas Facultades.4
¿Por qué ocuparnos entonces de Raymond Aron? Porque desde la segunda mitad del siglo XX hasta el presente es un autor considerado indispensable en los estudios sobre la guerra, polemología o sociología de la guerra, pero uno escasamente frecuentado por los académicos argentinos, posiblemente porque ha sido rotulado –con acierto– como un intelectual de derechas y, por tanto, uno difícilmente asimilable por el mainstream progresista de las ciencias sociales del último medio siglo en este país.5 En este sentido, Antonio Camou me recordó hace poco tiempo, en una comunicación informal, que los cursos de teoría social de las carreras de sociología de las universidades argentinas suelen ocuparse principalmente de cuatro sociólogos fundadores de tradiciones en la Francia de la segunda mitad del siglo XX: Pierre Bourdieu (1930-2002), Michel Crozier (1922-2013), Raymond Boudon (1934-2013) y/o Alain Touraine (1925).6 Aron (1905-1983) –que inició su carrera académica en la década de 1930, la discontinuó en la Segunda Guerra Mundial y retomó en 1955, sin dejar de ser desde 1945 una referencia en el mundo intelectual y político francés y occidental– no es parte de ese panteón consagrado por los sociólogos argentinos, si bien su libro Las etapas del pensamiento sociológico en ocasiones es empleado en cursos introductorios a la sociología como disciplina o su artículo sobre clase dirigente lo fue en cursos de sociología de la sociedad argentina.7
En el presente artículo me propongo demostrar que Aron fue un innovador analista de la política, diplomacia y estrategia desde una perspectiva sociológica original y un posicionamiento político “liberal” y “occidental” de rasgos decididamente personales.8 De su producción intelectual recortaré tres cuestiones: 1) su comprensión de la diplomacia y la estrategia como vectores de la política externa que los Estados contemporáneos emplean para alcanzar objetivos políticos en las relaciones internacionales; 2) sus reflexiones acerca de las tensiones producidas en la guerra entre conducción política y conducción de las operaciones militares; 3) su caracterización de formas de la guerra entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y su fallecimiento en 1983: la “guerra convencional”, la “guerra nuclear” y otras formas de la “guerra no convencional”. Por último argumentaré en favor de la importancia de su obra para académicos, políticos y militares en la Argentina contemporánea.9
Diplomacia y estrategia en las relaciones internacionales
En el texto de presentación a la octava edición de Paz y guerra entre las naciones, un manuscrito en el cual Aron trabajaba poco antes de fallecer el 17 de octubre de 1983, advertía que cuando definió el título para aquel libro pensaba más precisamente en la paz y la guerra “entre los Estados”, pues entendía que la guerra era “el choque armado entre los Estados, o al menos la prueba de fuego entre las tropas más o menos organizadas de los Estados” (Aron, [1962] 1985, p. II). Por tanto: “Ni los asesinatos, ni el terrorismo, ni la competencia económica constituyen una guerra en el sentido que doy a este concepto” (Aron, [1962] 1985, p. II).
Los historiadores considerarán que esta es una definición polémica, toda vez que la guerra comprende a otros tipos de unidades políticas y comunidades como protagonistas del conflicto, es decir, no solo las estatales.11 En tanto que los analistas contemporáneos del siglo XXI reconocerán que no sólo los actores sociales organizados territorialmente en Estados se enfrentan en las guerras –como sugiere el concepto de guerra asimétrica– y también que los conflictos interestatales pueden suponer el uso simultáneo o complementario de fuerzas convencionales y fuerzas irregulares –conforme reconoce la noción de guerra híbrida–.12
Aron era consciente que el énfasis que había otorgado a las relaciones interestatales en su definición de la guerra no podía proyectarse sin más a las sociedades del pasado. También advertía que el sistema interestatal contemporáneo no debía confundirse con la sociedad internacional, pues esta última incluía actores, instituciones, fenómenos y procesos no estatales. Pero asumía que el modelo del Estado nacional se fue extendiendo en América Latina desde el siglo XIX y en Asia y África en el siglo XX, incluso cuando en Europa este tipo ideal no estaba plenamente realizado. Asimismo, planteaba que las “guerras civiles” como conflictos intraestatales eran fenómenos quizá históricamente tan numerosos como las guerras interestatales, pero eran distintas de estas últimas, pues expresaban conflictos al interior de un país por el control del poder central del Estado o –en términos de Max Weber– en torno del ejercicio del monopolio socialmente legítimo de la violencia. Por el contrario, la guerra como fenómeno interestatal expresaba la inexistencia en un sistema de relaciones internacionales de una instancia central de control, conforme la interpretación hobbesiana o rousseauniana según la cual en las relaciones entre Estados dominaba necesariamente el “estado de naturaleza”.13 No obstante, argumentaba que a menudo la distinción entre una guerra interestatal y una guerra civil era difícil de establecer si no mediaba un análisis de las perspectivas de los actores sociales implicados y de los escenarios en los cuales estos intervenían y se relacionaban. Por tal motivo –decía– en determinadas circunstancias:
Es suficiente con que, en una provincia, parte integrante del territorio de un Estado, una fracción de la población se niegue a someterse al poder central e inicie una lucha armada, para que el combate, guerra civil bajo la ley internacional, sea considerado como una guerra extranjera por aquellos que juzgan a los rebeldes como intérpretes de una nación existente o a punto de nacer. Si la Confederación hubiese triunfado, los Estados Unidos se hubieran dividido en dos Estados y la guerra de la Secesión, que había comenzado como una guerra civil, hubiera terminado como una guerra extranjera (Aron, [1962] 1985, p. 32).14
De modo que, consideraba que las relaciones internacionales en el mundo contemporáneo eran relaciones interestatales con ausencia de un poder de policía y un tribunal de justicia supraestatal, caracterizadas por el derecho al recurso de la fuerza, la pluralidad de centros de decisión autónomos y por la alternancia entre paz y guerra. En consecuencia decía: “A falta de monopolio de la violencia legítima, cada actor vela por su propia seguridad mediante sus propias fuerzas o combinando sus fuerzas con las de sus aliados” (Aron, [1967] 1997, p. 358).
Entonces, si las relaciones internacionales eran concebidas conforme a esas configuraciones, los instrumentos de que se valen los Estados para dirimir esas relaciones de fuerzas eran de dos tipos: la diplomacia y la estrategia.15 En Paz y guerra entre las naciones definió la estrategia como la dirección que –tanto en tiempos de paz como de guerra– asumía el conjunto de operaciones militares de una unidad política –los Estados en el mundo contemporáneo– y la diplomacia como la dirección que esta imprimía a sus relaciones con las otras unidades políticas. También decía que:
En tiempo de paz, la política se sirve de los medios diplomáticos sin excluir el recurso a las armas, al menos a título de amenaza. En época de guerra, la política no despide a la diplomacia, porque ésta dirige las relaciones con los aliados y los neutrales y porque, implícitamente, tiene que seguir actuando, cerca del enemigo, bien amenazándolo con la destrucción o bien ofreciéndole una perspectiva de paz (Aron, [1961] 1985, pp. 52-53).
Entendía a su vez que la distinción sustantiva o histórica entre “estrategia” y “diplomacia” era relativa y que ambas estaban subordinadas a la “política”. La primera encarnaba en la figura del soldado, la segunda en el diplomático y la última en las máximas autoridades gubernamentales democráticamente electas o impuestas por otras vías.
El político y el soldado
En la Argentina y en América Latina, las relaciones entre el poder político y el poder militar han sido predominantemente estudiadas por sociólogos y politólogos invocando el enfoque anglosajón de las relaciones civiles-militares, especialmente, siguiendo a Samuel Huntington en su clásico El soldado y el Estado. Teoría y política de las relaciones cívico-militares.16 Desde esta perspectiva, la primacía de la conducción política sobre los militares se alcanza por dos vías diferentes que este politólogo norteamericano definió como control objetivo y control subjetivo. En un caso, la afirmación de la conducción política civil se lograba distinguiendo taxativamente las esferas política y militar mediante la maximización de la autonomía profesional de los militares que objetivamente –esto es, con arreglo a criterios legal-racionales– cumplían en la defensa del país. En tanto que el control subjetivo suponía el establecimiento de afinidades políticas, ideológicas, de clase, étnicas, religiosas u otras, entre el poder político y el militar para asegurarse la adhesión –y en consecuencia la subordinación– de estos últimos a los primeros. Si el control objetivo era para Huntington el mecanismo institucional del que se servían las democracias occidentales; el otro era más bien propio de los regímenes políticos autoritarios de diverso cuño.
En el artículo La metralleta, el carro de asalto y la idea [1961] Aron también indagaba en las relaciones entre el poder civil y el poder militar. Como Huntington asumía el principio de primacía del poder político y –conforme a la concepción de Clausewitz– derivaba aquel del carácter político de la “conducción de la guerra”. Aron entendía, por un lado, que para definir sus objetivos correctamente, la política debía conocer qué medios militares disponía y qué podía requerirle a los militares a efectos del logro de aquellos objetivos; y, por otro lado, que la conducción de las operaciones militares en la guerra –una vez establecidos los objetivos políticos– eran competencia castrense y su realización estaba fundada en el recurso a un repertorio de saberes y prácticas específicas que poseen los militares. En teoría esta distinción resultaba clara y taxativa. Sin embargo ante situaciones históricas concretas cabía preguntarse ¿dónde se situaba la línea de demarcación entre la conducción política de la guerra y la conducción de las operaciones militares? En un artículo de 1951 –De la paz sin victoria. Nota sobre las relaciones entre la estrategia y la política– Aron profundizó sobre esto. La situación problemática que analizó fue la decisión del presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, de relevar al general Douglas MacArthur del mando de las operaciones militares en la Guerra de Corea porque no se avenía a la decisión del primero de no escalar en el conflicto bélico. MacArthur era partidario de una ofensiva contra los norcoreanos y sus aliados chinos expandiendo el campo de operaciones hasta Manchuria e incluso recurriendo al empleo de armas nucleares. Aron escribía esas ideas al calor de los hechos y decía que los comentaristas franceses sólo habían visto en aquellos sucesos un desafío castrense a la conducción civil, pero no habían comprendido la cuestión de fondo en torno del conflicto entre el presidente y el general. Lo que estaba en juego en aquellas circunstancias era un problema de todas las guerras contemporáneas: “¿Qué parte hay que asignar a los argumentos militares y a los argumentos políticos? (…) ¿Qué autonomía conviene dejar a los militares una vez comenzada la guerra?” (Aron, [1951] 1997, p. 435).
Esta cuestión acerca de las relaciones entre la política y la estrategia, entre el político y el soldado, había sido originalmente delimitada, problematizada y analizada por Carl von Clausewitz en De la Guerra, conforme a la conocida definición de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, pues la primera posee una gramática específica pero carece de una lógica propia. De ello resultaba la supremacía de la política y la consecuente subordinación de las operaciones militares a los objetivos políticos de la guerra. Pero Clausewitz –decía Aron– entendía que si el objetivo de la guerra era doblegar la voluntad de combate del enemigo y obligarlo a realizar nuestra voluntad, era evidente que el jefe militar podía reclamar para sí un máximo de autonomía para cumplir con ese objetivo. Es por ello que el concepto de guerra absoluta –como tipo ideal– expresa la pretensión del jefe militar de doblegar la voluntad del enemigo sirviéndose del recurso extremo de la violencia, esto es, sin que medie ninguna consideración política o moral en el logro de ese objetivo. Para Clausewitz: “La estrategia en general y el comandante en jefe en particular pueden exigir que las tendencias y las intenciones de la política no caigan en contradicción con la naturaleza propia de los medios militares, y esta reivindicación no es cosa ligera” (citado por Aron, [1951] 1997, p. 437).
En el escenario de la Guerra de Corea aludido más arriba, el dilema para el conductor de las operaciones militares no era, pues, aceptar o no acatar la voluntad presidencial sino ¿cómo asegurar el cumplimiento de los objetivos políticos? ¿Qué recursos militares debían emplearse para dar cuenta del mismo? De acuerdo con Aron, el general MacArthur no era partidario de una guerra total o de una victoria por aniquilación de la voluntad de combate del enemigo; más bien se proponía incrementar más aún la dosis de violencia para alcanzar una paz negociada con China; en otros términos, siguiendo la decisión política de Truman, MacArthur buscaba de ese modo una paz negociada. Conforme sucede a todos los conductores militares de la guerra, al general norteamericano se le presentó el dilema: qué medios debía empeñar y qué riesgos debía correr para alcanzar los objetivos políticos que le impusieron (Aron, [1951] 1997, p. 443). A su vez, Aron recordaba que en la historia contemporánea el recurso a una estrategia de aniquilación de la voluntad de lucha del enemigo era una actitud que también podía ser buscada por un conductor político, cual fue el caso del presidente Franklin D. Roosevelt, que dirigió la estrategia de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial subordinando las necesidades políticas de acuerdo con el modo en que los norteamericanos concebían el resultado de una guerra desde que experimentaran en carne propia la Guerra de la Secesión, esto es, como la capitulación incondicional del enemigo (Aron, [1951] 1997, p. 447). Diez años después, analizando situaciones de la Primera Guerra Mundial, preguntaba:
¿En qué momento tenían los generales el derecho de reprochar a los políticos inmiscuirse en los asuntos militares en los cuales no tenían ninguna competencia? ¿En qué momento los políticos tenían el derecho de reprochar a los generales el querer influir en las decisiones diplomáticas que estos últimos tenían que conocer, pero no criticar? Según la responsabilidad de los generales y de los ministros enfrentados, unos y otros dirigían la guerra (Aron, [1961] 1997, p. 502).
Lo que trataba de demostrar con este problema era, en definitiva, que en determinadas circunstancias, la determinación de la esfera de la conducción política y de la conducción militar de las operaciones en la guerra era una cuestión de difícil resolución tanto para sus protagonistas como para los analistas.
Las formas de la guerra contemporánea
Las guerras son fenómenos que acompañan el desarrollo de la humanidad desde hace siglos, pero su naturaleza ha sido históricamente cambiante. Cada sociedad, cada cultura, la concibe y practica en formas específicas.
No sería posible referir a las formas de la guerra ocurridas entre los años 1945 y 1983 sin aludir al concepto de Guerra Fría. Para un especialista como John Lewis Gaddis su inicio se evidenció sobre el final de la Segunda Guerra Mundial y quedó expuesta en 1945 con la victoria de los países Aliados sobre los del Eje, pues ese triunfo dio paso a una rivalidad explícita entre los otrora aliados: la Unión Soviética, por un lado, y los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, por otro.17 El origen del conflicto residía en la incompatibilidad de sistemas ideológicos, políticos y económico-sociales del “comunismo” y el “capitalismo”. Este período se extendió, según este autor, hasta 1989-1991, cuando se produjo la “caída del muro de Berlín”, el proceso de reunificación de Alemania, la implosión del bloque soviético en Europa Oriental y, finalmente, la disolución de la Unión Soviética. En este sentido, a pesar de la centralidad que este último país y Estados Unidos tuvieron en la configuración de las relaciones internacionales de la época, su estudio no puede reducirse a la exclusiva confrontación entre estas dos grandes potencias, pues se trató de una “guerra” que fue “combatida en diferentes niveles de diferentes maneras en múltiples lugares a lo largo de un tiempo muy largo (Gaddis, [2005] 2011, p. 13).18
Aron asistió a la génesis y desarrollo de la “Guerra Fría” como ciudadano francés e intelectual “occidentalista” o “atlantista”, se ocupó de analizar su desarrollo como periodista y académico, pero no vislumbró su final pues falleció en 1983. Sostenía que Guerra Fría era una categoría tomada de la jerga de periodistas y políticos, por ende, su contenido era difuso, pues aunque en la segunda mitad del siglo XX existía un conflicto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, no había ocurrido una guerra “en el sentido tradicional del término”, esto es, una donde confrontaran directamente fuerzas militares norteamericanas y soviéticas (Aron, [1957] 1995, p. 399). A pesar de esta aclaración no la descartó en su obra, porque entendía que la inexistencia de un enfrentamiento bélico no presuponía la imposibilidad de una guerra entre ambas potencias. Para fundamentar esta idea, una vez más, recurrió a Clausewitz cuando observaba que el combate era el único medio de lucha, pero que este también comprendía “el combate simulado, posible o bien ofrecido” como un “equivalente del combate”. De allí que la originalidad del conflicto en la era nuclear suponía que “el juego de la disuasión, de las amenazas recíprocas prosiguiera indefinidamente en abstracto, sin que llegara la hora de la verdad, lo que Clausewitz llamaba el pago en especies, el combate” (Aron, [1975] 2009, pp. 94-95). Con esta última precisión el concepto de Guerra Fría podía conservar su pertinencia para dar cuenta de un conflicto interestatal, aunque este no derivara en la confrontación militar directa entre las potencias. Unos años después, sin embargo, en sus Memorias publicadas en 1983, no invocó esa interpretación, sino que puso en evidencia el carácter contradictorio del concepto y su inadecuación a la definición clausewitziana de la guerra:
Yo trato de sostener contra una opinión predominante, que la guerra fría no es una guerra en el sentido de Clausewitz, que la Unión Soviética no está en guerra con los Estados Unidos o con el mundo occidental. No niego que desde el fin de la última guerra las relaciones entre las potencias sean violentas, que los estados se permitan llevar a cabo unos contra otros actos que en tiempos pasados se habrían tenido por belicosos. Tampoco pongo en duda que en nuestra época la línea de separación entre la paz y la guerra sea poco nítida. Pero estoy de acuerdo conceptualmente con los soviéticos: lo que caracteriza a la guerra en comparación con la lucha de clases, con la rivalidad de las naciones –lucha y rivalidad en sí mismas permanentes–, es el empleo predominante de violencia física (…) esta distinción conceptual no implica que en tiempos de paz los estados no lleven a cabo acciones para perjudicar a enemigos potenciales momentáneos o permanentes (Aron, [1983] 1985, p. 632).
En este sentido, entonces, no era propiamente una guerra y, por ello, no era posible invertir el sentido de la afirmación del militar prusiano cuando sostenía que la guerra es la continuación de la política por otros medios, pues los Estados rivalizan políticamente por medios diplomáticos y/o por las armas, pero lo que caracteriza específicamente a la guerra es el recurso a la violencia física (Aron, [1983] 1985, p. 632).
En otros textos Aron empleó el concepto de Guerra Fría para referir a un período histórico más acotado delimitado entre 1945 y su presente. Su argumento era que como los Estados vivían en un permanente estado de guerra no había más que una diferencia de grado entre las relaciones interestatales “normales” y las de la “Guerra Fría”. Esto había sido válido incluso entre los años 1947 y 1953 cuando por la “conjunción de la propaganda, el bloqueo de Berlín, la campaña de Corea y los crecientes preparativos militares, tal diferencia de grado alcanzó un punto que me parece autoriza a designar a esta fase como guerra fría o paz belicosa” (Aron, [1973] 1976, p. 48). Esos intensos años correspondientes a la “Guerra Fría” propiamente dicha comenzaron, en su opinión, en 1947 con la “doctrina Truman” por la cual el presidente de Estados Unidos se comprometió a apoyar a “pueblos” o “naciones” que optaran por un “gobierno representativo”, “elecciones” e “instituciones libres”. Continuaron con el “Plan Marshall” para la recuperación económica de Europa, el rechazo de la Unión Soviética a incorporarse al mismo, la división de Europa en dos bloques, la imposición unilateral del marco alemán como moneda en el sector occidental de Berlín, el bloqueo soviético a la ciudad que en 1948 impidió el acceso terrestre a las partes ocupadas por Estados Unidos, Reino Unido y Francia, y la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte-OTAN.19 Asimismo, cuando en julio de 1949 los soviéticos concretaron la fabricación de una bomba nuclear, Estados Unidos perdió el monopolio sobre ese recurso bélico y quedó así abierta una eventual “guerra nuclear”.20 Y la conclusión del período coincidió con la Guerra de Corea (1950-1953) que enfrentó a Corea del Sur, Estados Unidos y países aliados en una misión de Naciones Unidas contra Corea del Norte, la República Popular China e, indirectamente, la Unión Soviética.21
Con el fallecimiento de Stalin en 1953, los líderes soviéticos procuraron mantener relaciones diplomáticas más fluidas con sus rivales occidentales. Este hecho reforzó en Aron la idea de que la “Guerra Fría extrema” fue un momento excepcional de las relaciones interestatales entre las potencias, pues lo normal fue lo que sucedió antes y después de aquellos años, esto es, que no se hicieran la guerra en el sentido convencional y que alternaran el recurso diplomático, la disuasión nuclear y el apoyo de las causas de los aliados para evitar un enfrentamiento militar directo. A este statu quo algunos autores lo denominaron “coexistencia pacífica”, un término que Aron consideraba “trivial” porque no expresaba un fenómeno nuevo en las relaciones interestatales. Decía que aquello que pretendía describir ese concepto era únicamente que la “Unión Soviética y los occidentales no se hacen la guerra en el sentido convencional del término, que no emplean armas clásicas. Pero no significa que la rivalidad entre el mundo soviético y el mundo no comunista no continúe” (Aron, [1981] 1983, p. 193).
Constatamos entonces que Aron se servía de un sentido restringido del concepto de Guerra Fría para caracterizar esos años, 1947 a 1953, de intensidad “extrema” de la rivalidad entre las dos potencias que emergieron de la Segunda Guerra Mundial; en tanto que la literatura sobre relaciones internacionales, ciencia política, sociología e historia lo emplea para comprender los años 1945 a 1989/1991. Teniendo en cuenta esta distinción y siguiendo una clasificación de Aron, abordaré tres formas asumidas por la guerra entre los años 1945 y 1983: la “guerra convencional”, la “guerra nuclear”, y las “pequeñas guerras”/“guerra popular”/“guerrilla”/ “guerra de partisanos” (Aron, [1975] 2009, p. 94). Al enunciar esta tipología, veremos, nuestro autor continuaba su diálogo con Clausewitz.22
La guerra convencional
Desde la segunda pos-Guerra Mundial, el concepto de guerra convencional sirvió también para definir –por contraste– las “guerras no convencionales” como la “guerra nuclear” y la “guerra revolucionaria”, “contrainsurgente” o “irregular”. Es importante tener presente que las diferencias conceptuales entre las “guerras convencionales” y “no convencionales” no se limitaban solo al tipo de medios militares empleados, pues unas y otras presuponen diferentes teorías estratégicas y tácticas militares. Para Aron este concepto expresaba la concepción y práctica “clásica” de la guerra interestatal sobre la cual reflexionó Clausewitz en De la guerra. Una guerra entre Estados para alcanzar objetivos políticos aniquilando la voluntad de lucha del enemigo; una guerra librada por ejércitos regulares con procedimientos y armamento, material y equipo militar terrestre, naval o aéreo clásico. Guerras que podían producirse con o sin la participación directa de las dos potencias. Entre las “guerras convencionales” producidas desde 1945 hubo tres que le permitieron reconocer paradigmáticamente tipos de relaciones existentes entre, por un lado, el principio clausewitziano de aniquilamiento de la voluntad de combate del enemigo y, por otro lado, la obtención de una paz impuesta o negociada:
La Guerra de Corea ofrece el ejemplo de una guerra que una potencia mundial habría podido ganar mediante la intervención de fuerzas suplementarias, pero consideró inútil, o demasiado costoso llegar hasta una decisión radical. La guerra árabe-israelí, con sus cuatro batallas de 1948, 1956, 1967 y 1973 implicó victorias tácticamente decisivas que pusieron de manifiesto la impotencia de la victoria, según la expresión de Hegel a propósito de Napoleón. Finalmente, la victoria clásica de India frente a Paquistán sobre el territorio que se convirtió en Bangladesh surge de la tradición clausewitziana tal como la interpretó en el siglo XX el pensamiento alemán (Aron, [1975] 2009, p. 98)
Así pues, como se ha dicho, en la Guerra de Corea el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, contra la decisión de su comandante militar, el prestigioso general MacArthur, decidió limitar los objetivos políticos en la guerra a la consolidación de la frontera entre las dos Coreas en el paralelo 38°; en tanto que restringió los objetivos militares no empleando armas nucleares para evitar que el conflicto escalara y acabase enfrentando militarmente en forma directa a norteamericanos y soviéticos. En este caso –decía Aron– se demostraba que no era necesario destruir la fuerza militar enemiga para alcanzar una solución política aceptable. De hecho, la Guerra de Corea marcó un hito en la historia de los Estados Unidos: era la primera que ese país libraba en su historia renunciando a una victoria por aniquilación de la voluntad del adversario. La Guerra árabe-israelí, por el contrario, mostraba que la victoria militar de un país podía no redundar en la obtención de una solución política al conflicto, pues en las cuatro guerras que constituyeron los episodios centrales del mismo no se consiguió la paz ni el reconocimiento de Israel por parte de sus vecinos árabes. Por último, la guerra entre India y Paquistán de 1971 –decía– “reproducía los rasgos característicos de las guerras europeas, geográficamente limitadas, con una victoria tácticamente decisiva que le permitía a uno de los beligerantes dictar las condiciones de la paz” (Aron, [1975] 2009, pp. 99-100).
Ahora bien, aun cuando esas variantes de la “guerra convencional” daban lugar a especificidades que debían ser pensadas por los analistas, no fueron estas manifestaciones del conflicto bélico las que constituyeron una radical innovación en los escenarios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, sino la forma de la guerra que veremos a continuación.
La guerra nuclear
En las entrevistas que Aron ofreció a Jean-Louis Missika y Dominique Wolton en diciembre de 1980, dijo que en Paz y guerra entre las naciones se propuso demostrar las novedades que implicaba el recurso a las armas nucleares:
La idea predominante en las estrategias modernas desde Napoleón, digamos, era que el objetivo apuntaba a la victoria por destrucción, la victoria que permitiera quitarle al enemigo la capacidad de defensa, desarmarlo. Ahora bien, en la época en que escribí ese libro, el desarme entre las dos potencias nucleares parecía imposible (…) una de las ideas que saltan a la vista inmediatamente es que, a partir del momento en que el ascenso a los extremos (expresión de Clausewitz) se convierte en el ascenso a las armas nucleares y, al mismo tiempo, en el peligro de un suicidio colectivo, algo ha cambiado. Entonces ¿ha cambiado o no lo esencial? Los soviéticos dicen que lo esencial no ha cambiado. Los occidentales dicen que lo esencial cambió (Aron, [1981] 1983, pp. 192-193).23
Lo que había cambiado definitivamente en el modo de concebir y practicar la guerra era lo siguiente: si las partes beligerantes –o la humanidad– pretendían sobrevivir a un conflicto en la era nuclear, el poder de esas armas debía destinarse a la “disuasión” o para “impedir al enemigo hacer esto o aquello, pero no a obtener una victoria sobre él”, dado que no podía existir un “bando victorioso en una guerra nuclear” (Aron, [1981] 1983, p. 193).24 Es por ello que en un artículo de 1955 preguntaba: ¿Puede haber guerra limitada en la era atómica? Su respuesta era afirmativa: “(…) la amenaza de una guerra ilimitada no viene ni del furor de los hombres ni de la naturaleza de los regímenes ni de la importancia de lo que está en juego, sino del carácter de las armas disponibles” (Aron, [1955] 1997, p. 469). En consecuencia, las potencias con armamento nuclear debían proponer nuevas formas de limitación de la guerra, más precisamente, de la “guerra nuclear”. ¿Cómo?
Siguiendo a Aron decía más arriba que Estados Unidos tuvo el monopolio de la bomba nuclear hasta 1949. Tras emplear ese recurso en Hiroshima y Nagasaki lo utilizó para limitar un enfrentamiento convencional con fuerzas militares soviéticas o de sus aliados; es decir, los norteamericanos no se sirvieron del mismo para desplegar una estrategia ofensiva contra la Unión Soviética. Esto también les permitió reducir su presupuesto militar y su arsenal convencional. Esa situación cambió cuando el 29 de agosto de 1949 los soviéticos demostraron que disponían de su bomba nuclear. Un año después estalló la Guerra de Corea. No obstante, en ese conflicto los gobernantes de las dos potencias decidieron mantener la política de no enfrentamiento directo, al tiempo que la disponibilidad de armas nucleares llevó –al menos a los norteamericanos– a pensar cómo limitar las guerras en la era nuclear y qué armas debían empeñarse en los conflictos bélicos en curso conforme a esa limitación.
La “crisis de los misiles” de octubre-noviembre de 1962 a raíz de la pretensión soviética de instalar una base de ingenios balísticos de mediano alcance en Cuba, fue una nueva advertencia sobre los riesgos enormes que acarreaba el escalamiento de un conflicto con armas nucleares. Habiendo advertido ese riesgo, en 1963 Estados Unidos y la Unión Soviética suscribieron los “Acuerdos de Moscú”, comprometiéndose a suspender parcialmente las experiencias nucleares y a mantener una línea de comunicación directa entre Washington y Moscú para prevenir nuevas crisis. Posteriormente promovieron los diálogos y acuerdos para la limitación de armas nucleares estratégicas conocidos como Strategic Arms Limitations Talks-SALT I (1969-1972) y SALT II (1972-1979), que expresaron la concepción estratégica de “destrucción mutua asegurada” con que los norteamericanos definieron el riesgo del uso efectivo de esas armas.25 De acuerdo con Aron, los soviéticos suscribieron esos acuerdos en beneficio propio, a pesar que consideraban a las armas nucleares estratégicas como cualquier otro armamento –si bien con un poder de destrucción mayor que hacía conveniente no utilizarlas– pues definían la “guerra nuclear” como una en la que –clausewitzianamente– “siempre habría un vencedor y un vencido” (Aron, [1981] 1983, p. 198).26
En suma, Aron consideraba que en la era nuclear se condensaban tres modalidades de la estrategia diplomático-militar: “disuasión”, “persuasión” y “subversión” (Aron, [1962] 1985, p. 211). Por “disuasión” entendía que cada una de las potencias poseía medios más o menos equivalentes de destrucción masiva y, por ello, amenazaba a su rival con emplearlos en caso de necesidad. El carácter excluyente de las ideologías del capitalismo y el comunismo tornaba el conflicto más intenso, pues hacía imposible la conciliación debido a la incompatibilidad de sus respectivas instituciones y principios de legitimidad social. De modo que el poder de destrucción de las armas nucleares llevaba a unos y otros a presionar a su rival, pero evitando su empleo efectivo. Definió esa situación como una “paz por terror”. Y aunque consideraba que el conflicto entre las dos potencias podía escalar y desencadenar una crisis, asumía provisoriamente que se había configurado un status quo tal que sus relaciones parecían reproducirse sin desatar un enfrentamiento bélico directo entre las partes con empleo de armamento nuclear. No obstante, se preguntaba: “¿Se puede utilizar, diplomáticamente, la amenaza de una guerra que se quiere evitar casi a cualquier precio?” (Aron, [1962] 1985, p. 212).27 Razonablemente era imposible dar respuestas ciertas a este interrogante.
Veamos el segundo término. La “persuasión” era un recurso utilizado en ese escenario donde el uso efectivo a armas nucleares debía limitarse y ser disuasivo. De allí que la “propaganda” o el “arma ideológica” sobre las sociedades de uno u otro régimen –los de “partidos monopolísticos” y los de “partidos constitucional pluralistas”– era también un medio por el cual las potencias confrontaban entre sí. Consideraba, sin embargo, que la eficacia política de este recurso no debía sobrestimarse, pues las dos potencias habían demostrado capacidad de reproducir sus regímenes sin verse afectados significativamente por la “propaganda” rival (Aron, [1962] 1985, p. 214). Por último, consideraba que cuando la “persuasión” derivaba en “acción para derrocar a un poder establecido y sustituirlo por otro” se estaba ante el recurso a la “subversión”. En relación con este término, en Aron su significado no debe confundirse con el de “guerra subversiva”, pues el primero –decía– se empleaba para describir una “técnica de subversión” del orden establecido y el segundo para definir un conflicto en el cual solo una de las partes beligerantes era reconocida internacionalmente. En determinados procesos la “subversión” como técnica y la “guerra subversiva” bien podían estar asociados, pero no necesariamente (Aron, [1962] 1985, p. 214). De allí que fuera preciso distinguirlos.
Otras formas de la “guerra no convencional”
Los estudios sobre las guerras en el siglo XX y XXI suelen definir a la “pequeña guerra”, “guerra partisana”, “guerrilla”, “guerra popular”, “guerra revolucionaria” como formas de la “guerra no convencional” que –como veremos– en ocasiones se expresan en el accionar autónomo de fuerzas irregulares y en otros casos combinando estas últimas con fuerzas regulares o convencionales. Ahora bien, podemos tomar dicha afirmación como válida, pero es preciso no olvidar que esos estudios también consideran a la “guerra nuclear” como una forma de “guerra no convencional”, aunque una radicalmente diferente por su concepción estratégica, táctica, por el tipo de armamento y por sus efectos de destrucción masiva. Hecha esta aclaración, referiré a algunas formas de la guerra ocurridas entre 1945 y 1983, que fueron comprendidas por Aron y que cabe considerar como manifestaciones de la “guerra no convencional”. Al avanzar en esta sintética caracterización, una vez más debemos tener presente que nuestro autor analizaba aquellas guerras al calor de los acontecimientos, procurando interpretar el carácter históricamente cambiante de la guerra y precisando los sentidos otorgados a los conceptos a partir de los cuales las entendía.
Todos los términos tienen su historia. Pequeña guerra o guerra pequeña es una categoría empleada por Clausewitz –quien dictó un curso así titulado en la Academia Militar de Berlín– para referir a operaciones de pequeños contingentes de partisanos o de militares del ejército regular. Se sirvió del mismo para analizar fuerzas irregulares en la guerra de independencia de España contra la ocupación francesa, en Rusia contra los ejércitos napoleónicos y en la región de la Vendée en Francia contra las tropas revolucionarias.28 Aron consideraba que el capítulo 26 del Libro VI de De la Guerra, que contiene una caracterización de la “guerra de guerrillas”, no era un aporte marginal en la teoría general de la estrategia de Clausewitz (Aron, [1973] 2009).29 De acuerdo con Aron, este definía a la “guerrilla” como “pequeña guerra”:
(…) por la limitación de los efectivos que participan simultáneamente en un combate (300 o 350 hombres a lo sumo). La guerrilla consiste, pues, a criterio de los teóricos, en una guerra pequeña librada por irregulares, por soldados improvisados, que no han recibido formación militar y que no forman cuadros a la manera tradicional (…) es necesario que la guerra se libre en el interior del país, que el resultado no se decida en una sola batalla perdida, que el teatro de operaciones cubra un espacio suficientemente vasto, que el pueblo esté dispuesto, por su temperamento, a tolerar las medidas tomadas, y por último que el terreno sea escarpado, de difícil acceso, a causa de las montañas, valles, pantanos o incluso por la modalidad del cultivo del suelo (…) la guerra popular se caracteriza por la dispersión de los combatientes y la difusión progresiva de la lucha. Los guerrilleros no pueden ni deben atacar el grueso del enemigo, sino que asaltan destacamentos, convoyes, puestos de retaguardia, líneas de comunicación. Por su naturaleza están consagrados a la defensa estratégica y la ofensiva táctica (Aron, [1976] 1987b, pp. 72-73).
Aron entendía que el concepto “pequeña guerra” no sólo era válido para interpretar guerras del pasado sino contemporáneas, pues en el siglo XX las fuerzas “partisanas” o “guerrillas” actuaron en Europa Oriental y Occidental en la Segunda Guerra Mundial en la retaguardia de los ejércitos alemanes. En la Guerra de Vietnam el cuerpo expedicionario norteamericano combatió contra fuerzas irregulares coordinadas con fuerzas regulares o convencionales de Vietnam del Norte. Y otras “pequeñas guerras” fueron las sostenidas en ámbitos urbanos por las Fuerzas Armadas del Reino Unido contra el Ejército Republicano Irlandés y las del Uruguay contra Tupamaros (Aron, [1975] 2009, p. 100), si bien, en estos dos casos las fuerzas irregulares no actuaban en coordinación con fuerzas regulares.30
Aron destacaba que Clausewitz contemplaba positivamente el empleo de esas “guerrillas” en operaciones militares teniendo en cuenta dos premisas: que cabía servirse de aquellas como método “defensivo” excepcional para salvar la nación de amenazas externas y que debían ser conducidas por un ejército regular o por un gobierno establecido. Así pues:
Considerada como parte de la guerra grande, la pequeña guerra deriva enteramente de la táctica porque se define por el empleo de las tropas. No obstante es posible y legítimo distinguir el modo general de empleo del pueblo en armas (estrategia de la pequeña guerra) del modo de empleo de los irregulares en un combate determinado (Aron, [1976] 1987b, p. 72).
Estas aclaraciones deben ser tenidas en cuenta porque –decía Aron– el concepto de guerra popular –que es una forma de la “pequeña guerra”– en Clausewitz no es equivalente al de guerra revolucionaria, pues el primero no fue caracterizado por el autor de De la guerra como un medio para subvertir el orden interno, en tanto que este último si lo era. Recién con Mao Tse-Tung la “guerra popular” pasó a ser asociada con la “guerra revolucionaria” (Aron, [1973] 2009, pp. 42-43). Desde entonces, la “pequeña guerra”, “guerra de partisanos” o “guerrilla” devino, por un lado, en un “método ofensivo” y “defensivo” de combate y, por otro lado, “el pueblo en armas” –que Clausewitz consideraba solo un recurso excepcional ante la amenaza u opresión extranjera– pasó a ser concebido por los “partidos revolucionarios” como un modo de “aniquilación de las fuerzas enemigas” mediante “la toma del poder” por las “clases obreras-campesinas unidas en el partido comunista” (Aron, [1975] 2009, p. 94; Aron, [1976] 1987b, p. 80).31
Ahora bien, el concepto de guerra revolucionaria en ocasiones ha sido asociado con el de guerra de liberación nacional como las libradas en Asia y África desde la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Aron sostenía que ambos conceptos no debían confundirse pues el primero expresaba una forma de “guerra de aniquilación” que alcanzaba sus objetivos políticos y militares derrocando a gobernantes y acabando con los opresores de clase, es decir, que no suponía negociación entre las partes en conflicto. En tanto que en una “guerra de liberación nacional” podía realizar el fin político de conformar un nuevo Estado sin una victoria militar sobre el enemigo, tal como sucedió en la “Guerra de Argelia” donde el Frente de Liberación Nacional y el Gobierno Provisional de la República de Argelia lograron su objetivo “apostando a las divisiones entre los franceses, la presión de la opinión pública internacional, el agotamiento de la voluntad adversa” (Aron, [1976] 1987b, pp. 141-142).32 Aquí Aron polemizaba con analistas y protagonistas franceses en sus interpretaciones del conflicto argelino, pues entendía que confundían esa “guerra de liberación nacional” con una “guerra revolucionaria”. Estas últimas –decía– podían asociarse con las “guerras civiles”, aun cuando no todas estas eran “guerras revolucionarias”, tal como sucedió con la Guerra de Secesión de los Estados Unidos o con la Guerra Civil Española que “opuso a dos poderes organizados desde un principio” (Aron, [1962] 1985, pp. 214-215).33
Otro término de uso frecuente en la literatura sobre la guerra contemporánea cuyo significado Aron procuró precisar es el de terror o terrorismo. Sostenía que se considera como “terrorista una acción violenta cuyos efectos psicológicos no guardan proporción con los resultados puramente físicos” (Aron, [1962] 1985, p. 219). En consecuencia, era terrorista el accionar militar de Estados y ejércitos regulares –como los bombardeos de los Aliados y de Alemania sobre la población civil de las ciudades en la Segunda Guerra Mundial– y también el accionar de fuerzas irregulares –como el Frente de Liberación Nacional en Argelia–.34 Además advirtió que el rótulo terrorista era uno empleado por los poderes establecidos para deslegitimar el accionar de opositores –como las autoridades nazis de ocupación lo hicieron en Francia o las autoridades coloniales francesas en Argelia–. Por último, el terror designaba asimismo el accionar de los gobiernos totalitarios sobre sus poblaciones y también lo que denominó como la “doble impotencia” experimentada por las potencias que disponían de armas nucleares y por las sociedades –como la de Europa occidental– que se sentían amenazadas por una eventual “guerra nuclear” (Aron, [1962] 1985, p. 218 y ss).
Conclusiones
La fuerza militar sigue siendo el fundamento del orden internacional: ni en todas partes ni en todas las circunstancias resulta decisiva (Aron, [1961-1966] 1985, p. XXXVII).
Discutamos ahora, cuando la tenue paz lo permite, sobriamente, con la seriedad y el rigor que el tema nos impone –`sine ira et studio´ como exigía Max Weber de las reflexiones científicas– las definiciones sobre las cuales, posteriormente, los gobernantes tendrán que posicionarse, inclusive para declarar la guerra llegado el caso, pero con las certeza de la univocidad de los conceptos que están en discusión. Discutamos ahora, en la serenidad de la ciencia, sobre lo que no podemos dudar en el campo de batalla (Saint-Pierre, 2003, p. 72).
Aron definía a la diplomacia y la estrategia como dos vectores de la política externa de un Estado. Ambas son recursos decisivos que la política emplea en formas y dosis específicas en cada coyuntura y conforme a los objetivos perseguidos y con resultados nunca del todo previsibles. Tal apreciación previene contra las pretensiones “militaristas” de quienes encuentran en el hard power el instrumento excluyente de las relaciones internacionales. Pero también contra la “ingenua” consideración de que la sola búsqueda de consensos por medio del diálogo –el soft power– sin disponer de capacidades militares o de poder económico que respalden las ideas, intereses y valores de un Estado, pueden ser suficientes para realizar sus objetivos en el escenario internacional. Es por ello que citaba a Charles de Gaulle cuando en 1949 dijo: “Conozco bien cuántas pobres gentes pretenden reemplazar, como dicen, la fuerza por la política; pero jamás se ha conseguido hacer política, y menos una política de gran generosidad, si se ha renunciado a ser fuerte” (Aron, [1973] 1976, p. 132).
Buena parte de la obra de Aron pivoteó entonces en torno del análisis de la diplomacia y la estrategia como instrumentos diferentes y complementarios de las políticas de Estado. Los actores sociales que gravitan en torno de la política, diplomacia y estrategia son los políticos, diplomáticos y militares, respectivamente. Esos tres actores no se relacionaban entre sí en igualdad de condiciones, pues hacía propio el principio clausewitziano de primacía de la política. Sin embargo, Aron no pensaba que esas relaciones se darían sin conflictos, dado que asumía que la respuesta a la pregunta ¿hasta dónde llegan las responsabilidades del conductor político y dónde comienzan las del conductor operacional de la guerra? dependía de cambiantes resoluciones asociadas con las concepciones y prácticas de los actores sociales involucrados y con los escenarios en que estos se situaban y tomaban decisiones.
A su vez, sus análisis acerca de las formas convencionales y no convencionales de la guerra en los contextos de la “Guerra Fría”, tendían a confirmar la vigencia de la concepción clausewitziana de las relaciones entre guerra y política. Por un lado, las “guerras convencionales” seguían siendo la realización de la política por otros medios mediante la aniquilación de la voluntad de combate del enemigo. Por otro lado, si bien la “guerra nuclear” no podría liberarse en forma efectiva como una guerra entre las potencias que disponían de ese armamento sin producir la eliminación física de buena parte de la humanidad, su existencia también venía a confirmar la vigencia del principio de supremacía de la política, pues sólo esta podía conducir su desarrollo sin desencadenar sus masivas y letales consecuencias. Por último, las “pequeñas guerras”, “guerras de partisanos” y “guerrillas” ocurridas desde 1945, demostraban que aquellas formas de “guerra no convencional” habían evolucionado desde su condición de recursos militares tácticos sostenidos por fuerzas irregulares autónomas o coordinadas con fuerzas regulares –como las concibiera Clausewitz– para erigirse en medios de estrategias al servicio de objetivos políticos en el marco de las concepciones y prácticas de las “guerras revolucionarias” o de las “guerras de liberación nacional”. En estos dos últimos casos, una vez más, la política imponía su primacía y el instrumento militar era un medio a su servicio.
Finalmente ¿qué interés podrían ofrecer estas tres cuestiones comprendidas en la obra de Aron para la agenda académica y política de la Argentina contemporánea? La génesis del orden político democrático abierto en este país el 10 de diciembre de 1983 se construyó –como observara Guillermo O´Donnell ([1986] 1994)– sobre la base de la “crisis por colapso” del gobierno de facto del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” desencadenada con la derrota argentina en la Guerra de Malvinas el 14 de junio de 1982. El conflictivo proceso de transición del régimen autoritario a la democracia –como señalara Daniel Mazzei (2011)– se clausuró recién el 3 de diciembre de 1990, cuando el subjefe del Ejército, el general de división Martín Balza, reprimió el que acabaría siendo el último “levantamiento militar carapintada”. Desde entonces las Fuerzas Armadas se subordinaron a la conducción del poder político democráticamente electo y la dirigencia política alcanzó consensos básicos en torno de la Ley de Defensa Nacional de 1988, la Ley de Seguridad Interior de 1991 y la Ley de Inteligencia Nacional de 2001. Sin embargo –como diría Marcelo Sain (2010)– esa dirigencia no ha tenido ni voluntad política, ni capacidades institucionales, ni conocimientos técnicos específicos para ejercer una efectiva conducción política del instrumento militar, ni para construir un sistema de defensa nacional con capacidades defensivas, autónomas y cooperativas que sean efectivas.
En consecuencia, puede decirse que la dirigencia política en democracia, en los hechos, no ha sabido bien qué hacer con las Fuerzas Armadas: definieron su misión principal y subsidiarias por leyes y decretos, pero no les asignaron el presupuesto necesario e indispensable; las consideraron un recurso reconvertible para el cumplimiento de misiones en la seguridad interior; una erogación inútil en un gasto público escaso y con otras demandas de la política pública más prioritarias; una corporación amenazante tenida como un poder autónomo o, por el contrario, asumida como un mero instrumento del poder gubernamental, de los sectores socioeconómicos y políticos dominantes o de la hegemonía hemisférica de Estados Unidos. En el diverso abanico de opciones político-ideológicas expresado por la dirigencia política desde 1983 reconoceremos estas alternativas, en ocasiones revelándose coincidencias de facto entre izquierdas y derechas. Asimismo, desde el fin de la “Guerra Fría” y con la desactivación de las hipótesis de conflicto vecinales con Chile y Brasil, esa dirigencia y extendidos sectores de la sociedad civil no han percibido en los escenarios internacionales en los que se inscribe la Argentina algún tipo de amenaza en las cuales las Fuerzas Armadas puedan ser empeñadas y justifiquen una relativamente adecuada inversión de recursos en defensa. Se olvida incluso que la ausencia de percepciones no equivale a su inexistencia actual o futura.
A su vez, desde 1983 hasta el presente, los científicos sociales argentinos prioritariamente han reconocido a las Fuerzas Armadas y los militares como expresiones de una continuidad política, ideológica y social con el autoritarismo o con el pasado dictatorial. Por tanto, la producción y enseñanza de conocimientos acerca de la defensa nacional y sus instrumentos militares se han visto sesgadas por la impronta de esas interpretaciones unilaterales o, peor aún, resultaron ser asuntos carentes de cualquier interés y relevancia académica. Por último, desde diciembre de 1990 las Fuerzas Armadas se subordinaron al poder político, pero no han conseguido sobreponerse a la profunda pérdida de capacidades operativas en el cumplimiento de su misión principal abierta –cuanto menos– con la crisis socioeconómica argentina de diciembre de 2001, ni a la aun persistente pérdida de reconocimiento gubernamental y de legitimidad social experimentada desde la génesis de la transición a la democracia hasta el presente. En el siglo XXI los militares argentinos se han adecuado a una nueva e inédita inscripción en la política y la sociedad argentina como miembros de una corporación estatal débil que no consigue –ni imagina cómo– hacer valer sus intereses particulares como intereses generales de la Nación.35
El resultado de esa compleja confluencia de procesos históricos y de percepciones y actitudes de diversos actores sociales y analistas es que en el siglo XXI la Argentina carece de Fuerzas Armadas en condiciones efectivas de garantizar su defensa nacional. En tales circunstancias, retomar la lectura de la obra de Aron y, en particular, su análisis de la diplomacia y la estrategia como instrumentos de la política, las relaciones entre la conducción política y la conducción militar de los asuntos de la defensa nacional y de la guerra, y sus esfuerzos por interpretar conceptual e históricamente la naturaleza cambiante de la guerra y de los conflictos internacionales, constituye un esfuerzo sine ira et studio por comprender, por un lado, los escenarios regionales e internacionales en los cuales se inscribe y proyecta la Argentina y, por otro, por entender cuáles son los sentidos que asumen la defensa nacional y las Fuerzas Armadas para los actores estatales, políticos y de la sociedad civil en democracia.
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Notas
Recepción: 15 octubre 2018
Aprobación: 09 Noviembre 2018
Publicación: 04 febrero 2019
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