Cuestiones de Sociología, nº 21, e087, agosto 2019-enero 2020. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Sociología

Artículos

La problematización del liderazgo político en los albores del pensamiento sociológico argentino: las lecturas de Domingo F. Sarmiento, Ernesto Quesada y José María Ramos Mejía acerca del fenómeno rosista*

Victoria Haidar

Universidad Nacional del Litoral/CONICET, Argentina

Cita sugerida: Haidar, V. (2019). La problematización del liderazgo político en los albores del pensamiento sociológico argentino: las lecturas de Domingo F. Sarmiento, Ernesto Quesada y José María Ramos Mejía acerca del fenómeno rosista. Cuestiones de Sociología, 20, e087. https://doi.org/10.24215/23468904e087

Resumen: A partir de la relectura de un corpus de textos que gira en torno a la cuestión del “rosismo”, el artículo reconstruye los aportes que Domingo F. Sarmiento, Ernesto Quesada y José María Ramos Mejía hicieron, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, a la “problematización sociológica” del liderazgo. En consonancia con tal abordaje, se privilegió la consideración de los diferentes “ejes de indagación” que los mismos propusieron con la finalidad de volver inteligible el liderazgo rosista. Como resultado, se identificaron una serie de “focos de análisis” y “claves de lectura” que: a) desbordan la visión “clásica” del caudillismo y b) permiten establecer un diálogo tanto entre sus contribuciones y otras elaboraciones relativas al liderazgo producidas, en el mismo período histórico, desde los países centrales, como con una serie de “cuestiones” de nuestra actualidad.

Palabras clave: Liderazgo, Problematización, Sociología, Rosas, Argentina.

The problematization of political leadership at the dawn of Argentine sociological thought: the readings of Domingo F. Sarmiento, Ernesto Quesada y José María Ramos Mejía about the “rosista” phenomenon

Abstract: From the rereading of a corpus of texts that revolves around the question of “rosismo”, the article reconstructs the contributions that Domingo F. Sarmiento, Ernesto Quesada and José María Ramos Mejíamade, between the mid-nineteenth century and the beginning of the twentieth, to the “sociological problematization” of leadership. In line with this approach, we privileged the consideration of the different “axes of inquiry” that these authors proposed in order to make Rosist leadership intelligible. As a result, a series of “analysis foci” and “reading clues” were identified that: a) overflow the “classic” vision of caudillismo and b) allow to establish a dialogue between their contributions and other elaborations related to leadership produced, in the same historical period, from the central countries, as with a series of “questions” of our present.

Keywords: Leadership, Problematization, Sociology, Rosas, Argentine.

Introducción

El liderazgo es uno de los fenómenos más extendidos en nuestras sociedades: jefes políticos, líderes espirituales, de opinión y toda clase de teamleaders pueblan el paisaje del presente. Aun cuando las experiencias traumáticas del fascismo y del totalitarismo generaron una desconfianza generalizada respecto de los líderes, la preocupación respecto de tal problemática parece encontrarse, hoy, más vigente que nunca.

Así, la proliferación de manuales de liderazgo procedentes del campo del management, no menos que la circulación de productos audiovisuales dedicados al entretenimiento de masas –como el exitoso documental Wild Wild Country, que narra la vida del gurú indio “Osho” y su comunidad de seguidores en Estados Unidos, que el sitio Netflix publicó en 2018–, dan cuenta del renovado e intenso interés que el tema suscita en el mundo del trabajo, los negocios y la vida cotidiana de las personas.

Algo semejante ocurre en el ámbito del gobierno del Estado, en donde la pregunta por el liderazgo se ha visto reactivada de la mano de la creciente “personalización de la política” (Novaro, 1994; D’Alessandro, 2004; Blondel y Thiébault, 2010; D’Alessandro, 2013; Diz, 2014;); así como del resurgimiento de los populismos, fenómenos sociopolíticos caracterizados por la coalescencia entre un público movilizado y un líder carismático que se involucran activamente en prácticas de acción movilizantes y antagonistas (Casullo, 2015).

Apesar de su ubicuidad, el liderazgo es una de las categorías más elusivas e inciertas de las ciencias sociales. Tras varios milenios de estudios, no se cuenta con una definición universalmente aceptada (Jimenez Díaz, 2008, p. 190) y su estatuto como “concepto analítico” se considera “precario” (Dion, 1968).

Aun cuando en la actualidad existe cierto consenso en distinguirlo de la noción de líder (Fabbrini, 1999) y en concebirlo como una “relación social” (Smith, 2003), en los usos sociopolíticos que realizan periodistas, políticos, expertos enmanagement, etc., el término continúa asociándose con los “atributos personales en virtud de los cuales se ejerce el poder o influencia” (Zabludovsky, 2002).

Asimismo, el propio fenómeno es objeto de impresiones contrastantes. Mientras el avance de la burocratización invita a pensar que es posible prescindir de individuos que manden, la queja (audible por doquier), acerca de la “falta de líderes”, puede interpretarse como síntoma de una demanda social de liderazgos.

El hecho de tratarse de una categoría normativamente connotada (Daloz y Montané, 2003) no hace más que profundizar la ambivalencia que la rodea. Como apunta Heywood (2002, p. 348, citado por D’Alessandro, 2006), históricamente y hasta nuestros días el liderazgo ha acarreado virtudes y peligros. Si por un lado genera la movilización social de amplias categorías de personas que de otra forma estarían inertes y promueve la unidad de los grupos sociales, al mismo tiempo concentra el poder, engendra servidumbre y diferenciación y desanima que la gente sea responsable de sus propias vidas.

Sin pretender “superar” las ambivalencias antes señaladas ni, tampoco, resolver las incertidumbres y ambigüedades que aun rodean su conceptualización, pensamos que las mismas pueden comprenderse mejor si la cuestión del liderazgo se aborda, como hacemos en este artículo, desde la perspectiva de la “sociología histórica de las problematizaciones”.1 Ello es así porque en lugar de partir de una definición que cierre de antemano su significación, tal encuadre apunta a reconstruir los modos en que, a lo largo de diferentes períodos históricos y contextos nacionales, se pensó el liderazgo. Lejos de clausurar las tensiones que atraviesan, desde larga data, las reflexiones a las que tal experiencia ha dado lugar,2 el análisis en términos de problematización permite identificar las configuraciones cambiantes que las mismas asumieron a lo largo del tiempo, coadyuvando, en consecuencia, a aclarar lo que a primera vista parecen ser significaciones y valoraciones contradictorias.

Ciertamente, el liderazgo ha dado lugar a numerosas elaboraciones, muchas de las cuales se remontan a etapas anteriores de la modernidad (D’Alessandro, 2006). Teniendo en cuenta lo anterior, el aporte que aquí nos proponemos realizar se encuentra limitado al análisis de un corpus de textos que seleccionamos en función de cuatro criterios: la nacionalidad de sus autores, el período en el que aparecieron, el campo disciplinar en el que convergen y la situación sociohistórica que motivó su escritura. Trabajaremos, así, con una serie de libros de autores argentinos, publicados entre 1845 y 1907, que se inscriben (desde distintas vertientes) en el campo del pensamiento sociológico y en los que la cuestión del liderazgo se plantea en relación a una situación específica de la historia argentina, los gobiernos de Juan Manuel de Rosas (1829-1832 y 1835-1852). Dichos libros son: Facundo (2018) [1845] de Domingo F. Sarmiento (1811-1888),La época de Rosas (2011) [1898] de Ernesto Quesada (1858-1934) y Rosas y su tiempo(1952a, 1952b y 1952c) [1907] de José María Ramos Mejía (1848-1914).

El artículo se encuentra estructurado en función de cinco ejes. El apartado 1 pone el foco sobre algunos de los aspectos políticos, sociales y epistemológicos que condicionaron tanto la producción de los discursos que constituyen nuestro corpus como las formas de enunciación que los mismos revisten. Seguidamente, nos ocuparemos de presentar y comparar las diversas preguntas y respuestas que el liderazgo rosista suscitó en los autores con los que trabajamos. Así, el punto 2 gira en torno al problema de los factores que permitirían explicar su constitución. Por su parte, en el apartado 3 mostramos que la pregunta relativa a la emergencia del régimen condujo, tanto a Sarmiento como a Ramos Mejía, a indagar genealógicamente la procedencia de varios de los elementos que lo conformaban. Los argumentos que organizan el apartado 4 giran en torno de las elaboraciones que los tres autores propusieron acerca de la subjetividad del líder. El lugar que este último tópico adquirió en sus trabajos resulta balanceado, según desarrollaremos en el punto 5, con la atención que prestaron a los diversos medios que permitían comprender el modo de funcionamiento del régimen. El trabajo se cierra con unas breves reflexiones finales.

1. Los textos en algunos de sus contextos

A lo largo del siglo XX, pero especialmente a partir de los debates que suscitó la interpretación del peronismo, los intelectuales liberal-conservadores tendieron a leer el poder rosista como un leitmotiv de la historia política argentina, convirtiéndolo retrospectivamente en arquetipo de la conducción política demagógica y autoritaria. Por el contrario, en la mirada de los intelectuales que pensaron el liderazgo rosista entre 1845 y 1907, el mismo se recortaba como un episodio singular de la historia nacional, cuya significación se proyectaba, incluso, más allá de este ámbito.

Esto último es particularmente válido en el caso de Sarmiento, pensador “romántico-liberal” (Botana, 1984; Altamirano y Sarlo, 1997) para quién el rosismo constituía una “anomalía de significación universal”.3 Pero también cuenta para aquellos intelectuales que se refirieron a Rosas en el clima cultural del “positivismo” (Terán, 2000; Devoto y Pagano, 2009). Así, Ramos Mejía (1952a, p. 7) lo consideraba “el tipo más original de la historia de América”, mientras que Quesada se ocupó de mostrar aquello en lo que el “Restaurador de las Leyes”4 difería de otros “hombres de Estado”.

Quizás la impresión que, con diversa intensidad, nos transmiten los tres autores, de estar midiéndose con un fenómeno político que no era repetición de ningún otro, se explique en virtud del peso que tiene, en sus libros, el interés por interpretar los procesos históricos que surcaron la política argentina a lo largo del siglo XIX. Así, si bien a los fines de la problematización que aquí reconstruimos, nosotros optamos por inscribirlos en el amplio territorio de la sociología,5 menester es reconocer que tanto Facundo, como Rosas y su tiempo y La época de Rosas, se han alistado, asimismo, en los anaqueles de la historia.

Corresponde agregar, por otro lado, que en el texto de Ramos Mejía las consideraciones sociológicas e históricas conviven con lo que hacia fines del siglo XIX era propio de la mirada de un médico especializado en psiquiatría que, además, se encontraba muy familiarizado con la psicología de las masas.

Asimismo, la escritura literaria distingue los libros de Sarmiento y Ramos Mejíade aquel de Quesada, autor que, por el contrario, consideraba que la misma menguaba el carácter científico de los abordajes que pretendían volver inteligible el rosismo, rebajando, por lo tanto, su valor de verdad; acusación que, desde su perspectiva, también le cabía a la política.

Como resulta conocido, Sarmiento concibió al Facundo como un texto de combate. En cambio, como buenos exponentes de la “cultura científica” que caracterizó la vida intelectual de la Buenos Aires de fin de siglo (Terán, 2000), tanto Quesada como Ramos Mejía procuraron mantener sus producciones intelectuales lejos de la política.

Aplicada al estudio de una cuestión tan polemizada como el rosismo, tal determinación constituía un verdadero desafío, más para autores que aunque se habían dedicado a sus respectivas disciplinas con profesionalismo, no dejaban de pertenecer a los círculos sociales de los que procedían las elites que habían protagonizado el enfrentamiento entre unitarios y federales. Conscientes como eran de haberse inmiscuido en un asunto que comprometía memorias personales y sociales, no fueron, no obstante, igualmente “honestos” respecto de aquellos aspectos de sus biografías que los condicionaban en la búsqueda de la imparcialidad.

Así, mientras el autor de Las multitudes argentinas (1899), hijo de un coronel unitario, no dejó de advertir a los lectores que “[luchaba] con sus naturalezas secretas –la ‘científica’ y la ‘pasional’– para recrear lo desaparecido” (González, 2007, p. 94),6 Quesada sólo mencionó su parentesco con el general rosista Ángel Pacheco (estaba casado con su nieta Eleonora), como dato demostrativo del valor de las fuentes de las que se había servido para reevaluar el papel desempeñado por Rosas en la historia argentina. Cultor de un estilo cientificista, no obstante, se cuidó de secundar la defensa de la tradición federal, que realiza de manera coherente a lo largo de su libro, con consideraciones relativas a la búsqueda de la “verdad histórica” a través del “método erudito” (Devoto y Pagano, 2009, p. 94).

Por otro lado, mientras la escritura de Facundo fue impulsada por una urgencia polémica, los trabajos de Quesada y Ramos Mejía aparecieron luego de que la leyenda negra del rosismo, urdida por los vencedores de Caseros, hubiera circulado ampliamente y de que comenzaran a salir a la luz los “papeles” del régimen.

En esa divergente coyuntura, sus lecturas involucraron una reevaluación del cuadro, invariablemente adverso, que los unitarios pintaron del personaje. Así, la aproximación estructural a la que Quesada dio cuerpo en su libro, sumada a su disposición a ser imparcial en el tratamiento del objeto de estudio y al apego incondicional a los datos del archivo, generaron, como efecto, una vindicación del rosismo que iba a contrapelo del juicio denigratorio entonces dominante. Y, sin dejar de remarcar el peligro de la demagogia, también Ramos Mejía presenta una visión matizada de Rosas.

Tales posturas se entienden mejor si se considera el contexto político y social en el que se forjaron. Ambos autores vivieron en una sociedad atravesaba por numerosos síntomas de desintegración y contemplaron, disgustados, la desorientación política que padecía la clase dirigente, por lo cual resulta comprensible que se volvieran hacia un período histórico que tenía mucho que decir frente a tales problemas y desafíos.

En este sentido, si bien ninguno de los dos asoció el trabajo intelectual a la acción política personal (como sí, en cambio, había hecho Sarmiento), la mirada que dirigieron hacia el pasado no estuvo totalmente escindida de la intención de extraer, de ella, consecuencias prácticas para la coyuntura en la que vivían. En esa dirección,al vincular la emergencia de Rosas con una serie de procesos sociales de carácter evolutivo, que venían desarrollándose desde la época de la colonia, y enfatizar la ubicuidad sociopolítica de la violencia, Quesada pretendió restituir al pueblo argentino la responsabilidad histórica que le correspondía como sustentador de aquel gobierno. También resulta válido vincular, como hacen Devoto y Pagano (2009, p. 103) la meticulosa atención que Ramos Mejía prestó a las “liturgias rosistas” con su accionar como presidente del Consejo Nacional de Educación, cargo desde el que se ocupó, con ahínco, de difundir una pedagogía y una liturgia patriótica, en la esperanza de infundir, entre los inmigrantes, el sentimiento de la nacionalidad.

Comentario aparte merece el hecho de que, de una u otra manera, todos resultaron “seducidos” por el líder: Sarmiento halló en el caudillo riojano Facundo Quiroga el enigma de la organización política de la República; Ramos Mejía se sintió científica, artística y filosóficamente atraído por Rosas, mientras que el joven Quesada no resistió la tentación de acompañar a su padre Vicente en la visita que este último –movido, según dijera a su hijo, por una especie de “curiosidad enfermiza” (Quesada, 2011, p. 260)–realizara a Rosas en la chacra en la que el mismo residió durante su exilio en Southampton.

Como veremos en el apartado siguiente, aunque los posicionamientos políticos y las matrices teóricas que condicionaron sus lecturas no fueron idénticos, los tres autores convergieron en dos aspectos. Por un lado, se plantearon la pregunta relativa a las causas del surgimiento del liderazgo rosista. Por otro lado, en lugar de poner el foco sobre la esfera del Estado, a la hora de buscar respuestas todos se dirigieron hacia el ámbito de la sociedad.

2. La obsesión de saber porqué

En tanto concebían al líder como una figura contingente, fuertemente ligada al medio social del cual procedía, los tres autores dedicaron gran parte de sus reflexiones a identificar los factores y reconstruir los procesos que permitían esclarecer la constitución del poder rosista.

Es preciso destacar, antes de avanzar, que para el siglo XIX el término líder aún no había ingresado en el diccionario político de los argentinos (Terán, 2010, p. 133), con lo cual las palabras que usaron para connotar tal fenómeno fueron otras.

Así, en el Facundo se alude al Restaurador de las Leyes como un “caudillo”.7 Por su parte,en algunos párrafos del libro publicado en 1907 Ramos Mejía emplea, para referirse a Rosas, el término francés meneur, que tiene una traducción amplia en castellano, significando a la vez “conductor”, “guía” y “líder”. Incluso, al intentar una síntesis de su “personalidad moral”, lo compara con los “grandes conductores de hombres” (Ramos Mejía, 1952c, p. 277). Pero, más allá de esas alusiones, el médico no dejó de referirse peyorativamente a Rosas llamándolo “tirano” y “dictador”. Pivoteando sobre la cuestión del gobierno y no sobre la persona del líder, en el análisis que propone Quesada Rosas aparece connotado, simultáneamente, como un “caudillo” –aunque más prestigioso y poderoso que otros contemporáneos a él– y como un “hombre de Estado”.

Si prestamos atención a la terminología es porque nos proporciona una pista para comprender el modo en el que los tres autores problematizaron el liderazgo. En esta dirección, fue la retórica potente del Facundo la que, al nombrar al Restaurador como caudillo, estableció lo que con el correr del tiempo y de las interpretaciones devino uno de los modos característicos de pensar el liderazgo en la reflexión sociológica e historiográfica, tanto argentina como latinoamericana (Svampa,1998, p. 51).Con un vasto y ramificado recorrido en Latinoamérica, en tal problematización la conducción de los caudillos se ha asociado al autoritarismo, la concentración de poder en una sola persona, la oposición a las instituciones, la demagogia, el clientelismo y, en fin, a diversas formas de irracionalismo.

Ciertamente, no puede negarse que al presentar a los caudillos como jefes locales que conducían a las masas rurales (fundándose, principalmente, en el uso de la fuerza) e impedían el establecimiento de los poderes legales, Sarmiento contribuyó a fijar una imagen negativa de los mismos. Pero fueron las interpretaciones posteriores las que proyectaron sobre el texto una conceptualización más compleja y sistemática del caudillo y terminaron por reforzar y consagrar algunas de las significaciones que el mismo les había atribuido, desplazando la significación del término desde valor “neutro” de líder o capitán, al de gobernante “personalista”, “autoritario”, imbuido de la fuerza “bárbara” de la campaña y transformándolo en una figura opuesta a la civilización, el orden republicano y la política entendida en su sentido clásico (Myers, 1998, p. 83).

Si, como ha sido largamente argumentado, el autor del Facundo postula una clara oposición entre la figura del caudillo y aquella de la civilización, también proporciona elementos para matizarla. Así, quien fuera presidente de la República puso especial atención en señalar las circunstancias en virtud de las cuales tanto Facundo Quiroga como el propio Rosas se distinguían del resto de los caudillos: mientras el primero detentó la pretensión de imprimir entidad política al tipo de conducción caudillesca dominante, dotando al país de una constitución, el segundo, cuán “legislador de la civilización tártara” (Sarmiento, 2018,p. 115), logró establecer un “sistema” u “orden” de gobierno, ciertamente despótico.

Así, en la medida en que Rosas constituía una “anomalía histórica” que no encontraba sitio alguno en el sistema de representación disponible, Sarmiento debió recurrir a una figura del lenguaje que, aunque no le hacía justicia toutcourt, permitía referirse a él (Palti, 2004). Tal figura era la del caudillo. De allí que la pregunta por las causas de la emergencia del liderazgo rosista lo condujera a explorar los factores que permitían explicar el fenómeno sudamericano del caudillismo.

Lector del marqués de Montesquieu (Ingenieros, 1961; Altamirano, 1997), el autor encontró parte de la respuesta en el medio geográfico, el cual, en sus diversas configuraciones, concurría a determinar las costumbres y sentimientos de la población que lo habitaba. Así, en la urdimbre del poder personal de los caudillos se encuentra un determinismo físico que es definitorio, a su vez, de un determinismo social. La geografía de la pampa engendra a aquella forma específica de cultura, caracterizada por la escasa sociabilidad y los hábitos de violencia, a la cual el autor denomina “barbarie”. Es en ese paisaje, inmenso y desolado, en el que anida un tipo social específico, el “gaucho”, cuyos rasgos prototípicos –culto al coraje, independencia, individualismo– el caudillo no hace más que reflejar y exacerbar.8

Pero los caudillos no sólo eran producto, en la interpretación de Sarmiento (2018, p. 272), de las peculiaridades del territorio, sino que su emergencia se encontraba ligada a los “caracteres, hábitos y accidentes nacionales”. Concretamente, los mismos habían surgido de la mano de la descomposición del tejido social que había sobrevenido como consecuencia de la disolución del orden colonial y eran fruto de la excepcionalidad de la guerra y de la ruptura del lazo social que esta había producido (Svampa, 1998, p. 55).

Retomando una vertiente de análisis planteada en el Facundo, Quesada sostuvo que el “gobierno fuerte” de Rosas había sido la respuesta tanto a una demanda social de orden y seguridad incubada en el contexto de anarquía que había vivido el país a lo largo de 1820, como la expresión de una tendencia “democrática” y “federalista”, que encarnaban, desde largo tiempo atrás, las muchedumbres anónimas de las campañas. Según la explicación propuesta por el autor, el federalismo, Rosas, la guerra civil y sus masas populares “enconadas”, eran el resultado de la “evolución social argentina”. Así, al cumplir el doble papel de garantizar el acostumbramiento al mando de los gobernadores9 y de incorporar a las masas rurales al orden político, Rosas habría logrado resolver felizmente la cuestión que había dominado las guerras civiles, desempeñándose como una pieza clave para la unificación y la democratización del país y sentando las bases del país futuro (Devoto y Pagano, 2009, p. 95).

Resaltando aún más tal papel, Quesada sostuvo que la sociedad argentina no habría podido prescindir del liderazgo “fuerte” de Rosas porque en la coyuntura en la que el mismo había surgido como solución al problema de la “anarquía” no existía ninguna alternativa o “contra-modelo” posible.10

Si el autor de La época de Rosas afirmó que en la antesala del rosismo, “el país entero estaba sediento de tranquilidad y orden material (…) a cualquier precio” (Quesada, 2011, p. 205), Ramos Mejía se ocupó de especificar tanto la significación que tal deseo de orden tenía para la multiplicidad heterogénea de fuerzas sociales que surcaban el territorio de la provincia, como los medios -–materiales y simbólicos– a través de los cuales el rosismo habría procurado satisfacerlo.

Con tal propósito, en el capítulo V del primer tomo de su libro se refirió a la inminente y cada vez más aguda sensación de peligro que percibían las clases acomodadas frente a las iniciativas levantiscas de las masas rurales y argumentó en torno de la función de protección y estabilidad, que Rosas cumplió, no sólo para los grandes estancieros, sino también para las clases intermedias (comerciantes al menudeo, herreros, carpinteros, etc.).

Una atención especial amerita, en su obra, el sentimiento de “patriotismo local” que coloreaba, aunque con desigual intensidad, el corazón de todas las clases, así como el sentimiento “democrático y nivelador”que había franqueado el apoyo que el “pobrerío” brindó al gobernador. También es objeto de una detenida reflexión la cuestión relativa a las compensaciones materiales y simbólicas que, a cambio de su colaboración en la persecución de unitarios, el régimen rosista ofreció a quienes, sin pertenecer ni a los estratos altos ni a los bajos, ocupaban la posición de parvenus: los “guarangos”.

Ramos Mejía discurre, asimismo, sobre la visibilidad y el reconocimiento social que las manifestaciones culturales y las aspiraciones de participación social de las corporaciones africanas adquirieron durante el rosismo, no menos que sobre el papel protagónico que Rosas, capitalizando el resentimiento alimentado por décadas de exclusión, había conferido a los “negros” y “mulatos” en su régimen, si bien en puestos subalternos y serviles. Roles que, con decisión y entusiasmo, estos se prestaron a cumplir, como ya Sarmiento había advertido en el Facundo, tanto en el aparato de vigilancia y delación, como en el ejército.

Así, pues, los tres autores de los que aquí nos ocupamos convergieron en reconocer el sustento que las masas populares suministraron al líder. Sin embargo, fueron los dos representantes de la “cultura científica” los que, tomando como punto de apoyo las diversas prácticas a las que Rosas había apelado con el propósito de encauzar y contener las tendencias igualitarias y la acción espontánea de las multitudes, llegaron a ver, en su régimen, una forma de democratización social y política (Devoto y Pagano, 2009, p. 102).

Si tanto Sarmiento como Quesada y Ramos Mejía sostuvieron que el ideal igualitario venía realizándose desde 1810, fue este último quien más interesado se mostró en precisar el significado que la intervención personal de Rosas había tenido en la conquista de la democracia. En esta dirección, se refirió al saldo democratizador de su administración como una suerte de efecto no querido y, sirviéndose de una metáfora geológica, comparó la intervención del gobernador y el “estallido de la plebe” al cual su administración sirvió de canal de circulación, con el “estallido de un volcán” en cuya ciega función no entra el propósito de beneficiar la tierra pero que, no obstante, suministra “grandes flujos de potencia calorífica y eléctrica que se derraman en la atmósfera vivificando la naturaleza” (Ramos Mejía, 1952a, p. 186).

Si las claves explicativas del poder que los caudillos ejercían sobre sus seguidores residían, para Sarmiento, tanto en la “común bajeza” que los ligaban a las masas rurales, como en el uso de los recursos que tenían disponibles para manipularlas, esta última posibilidad tampoco resulta excluida del abigarrado cuadro que el médico argentino, lector de Le Bon (1920) [1895], propuso del rosismo.

A lo largo de toda su obra, Ramos Mejía se propuso explicar el caudillismo pivoteando, para ello, entre la atención depositada sobre el líder –figura prominente de su libro Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina (1878)–y el interés por el papel que las masas –figura protagónica de Las multitudes argentinas (1899)– desempeñaron en el devenir de la historia política y social argentina (Svampa, 1998).

Asimismo, en Rosas y su tiempo es posible reconocer varios de los tópicos que estructuraban las reflexiones criminológicas, históricas y psicológicas relativas al comportamiento de las masas: detalladas descripciones del comportamiento exacerbado y violento de las turbas rosistas, caracterizaciones peyorativas de los gustos estéticos de la multitud, no menos que relevantes consideraciones acerca de la operatoria del mecanismo de la sugestión.

Sin embargo, el vocabulario y los motivos procedentes de la problematización de las masas no saturan la lectura del rosismo porque Ramos Mejía presenta “una visión de la historia en recíproco influjo con todo tipo de agentes frenéticos” (González, 2007, p. 328). Y, a diferencia de lo que sucede con sus libros anteriores, resulta difícil establecer a cuál de los dos polos que componen la día da líder-masas hace prevalecer en el análisis.

Esa relativa indefinición es síntoma, a su vez, “irresuelta relación” (González, 2007, p. 89) que se establece, en su obra, entre “historia” y “locura”. Así, en su fresco del líder, “locura” y “genio” aparecen entremezclados, como, a su vez, “Facundo” combinaba, no sin paradoja, “genio” y “barbarie”. Tal coincidencia no resulta casual si consideramos que aunque intenta ser “diseccionado” con el instrumental de la ciencia, el Rosas de Ramos Mejía se mueve en el “terreno facúndico” (González, 2007, p. 97) que es, en parte, aquel del grande hombre.

Esta última expresión designa un mito que afirma que el curso y el progreso de la historia dependen de la voluntad de ciertos hombres extraordinarios (entre los que se cuentan profetas, reyes, guerreros, artistas y filósofos) que despiertan en los pueblos sentimientos de admiración y vínculos de sumisión, dando lugar a un verdadero culto. Se trata de un modo de significación de inspiración romántica (aunque con varias declinaciones modernas)11que se organizó, entre otros materiales, a partir de las reflexiones que el filósofo francés Víctor Cousin (1828) vertió en su Cours de l’histoire de la philosophie y de las elaboraciones que el intelectual victoriano Thomas Carlyle(2013) [1841] plasmó en su libro On Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History.12

Lector de Cousin–autor que ejerció una vasta influencia sobre los intelectuales de la Generación del 37–, Sarmiento se inspiró en la figura del grande hombre para caracterizar a Quiroga y a Rosas (Orgaz, 1950; Jitrik, 1983). Considerándolo como un “genio a su pesar” (Sarmiento, 2018, p. 116), que participaba de la zaga del “César, el Tamerlán, el Mahoma”, el autor argentino erigió a Facundo en la “cifra de una significación” (Jitrik, 2016, p. 147). De allí que se ocupara de reconstruir su biografía, estudiando “las vueltas y revueltas de los hilos” que formaban “ese nudo” (Sarmiento, 2018, p. 44) que era Facundo.13

El caudillo riojano reunía los atributos que, tal como se lee en el curso de Cousin, permitían distinguir a tales personajes eminentes: era un hombre genuinamente representativo de la sociedad de la cual procedía y, al igual que Rosas, reunía en un grado sumo aquellos caracteres psicológicos que identificaban a su población. Pero, sin perjuicio de mimetizarse con su medio, Facundo había revelado la veta creativa del genio: al aventurarse por fuera del pago chico, avanzando en la conquista de otras provincias, había conseguido dotar de “entidad política” a la barbarie, instituyéndose como líder a nivel nacional (Palti, 2004, p. 531).

Contrario a toda aproximación que hiciera de los rasgos personales la clave de la interpretación del liderazgo, Quesada tomó distancia tanto del punto de vista psicológico esgrimido por Ramos Mejía como del mito del grande hombre. A diferencia del médico, que se resistía a rebajar la grandeza shakesperiana del personaje, sostuvo que esta última no era más que un producto de la prédica unitaria. Consecuentemente, lo calificó como un político y un gobernante con arreglo al “criterio de la época” (Quesada, 2011, p. 127).

Como desarrollaremos en el apartado siguiente, fueron Sarmiento y Ramos Mejía quienes procuraron capturar algo del denso entramado de disposiciones culturales que caracterizaba a dicha época, explorando genealógicamente algunos de los espacios de prácticas que la constituían.

3. La genealogía como recurso explicativo

Según la lectura propuesta por Sarmiento y Ramos Mejía, en la configuración del tipo de gobierno ejercido por Rosas participaban toda una serie de elementos que procedían de otros modelos históricos de ejercicio del poder personal.

Uno de esos modelos estaba dado por el gobierno despótico del hogar colonial. Puesto que la genealogía ensayada era a la vez familiar y social, al trazar las pinceladas de la “dictadura doméstica” (Ramos Mejía, 1952a, p. 81) a la cual el gobernador se vio sometido durante su infancia y adolescencia, tanto Sarmiento como Ramos Mejía se sintieron atraídos por la figura de “Doña Agustina”, su madre. Persuadidos de la influencia que esta mujer de carácter extravagante, que conducía la “casa” con mano férrea, según las costumbres coloniales de raigambre hispánica, había tenido sobre su hijo, los dos autores se demoran en evocar algunas de las escenas del “espectáculo de autoridad y servidumbre” (Sarmiento, 2018, p. 244) que el mismo había protagonizado durante su infancia.

Mientras el autor de Facundo sólo desgaja de aquella dictadura doméstica rasgos tales como la orientación autoritaria que Rosas había imprimido a su gobierno y la sempiterna soledad de gabinete que surcó su labor, Ramos Mejía (1952a, p. 86) nos advierte, asimismo, que fue en aquel hogar multiétnico dónde el “niño Rosas” supo cultivar, a partir de la convivencia con el indio, el negro y el “mulato vivaracho y apto para todo servicio”, la capacidad de empatizar con los sectores subalternos que, estando ya en el gobierno, le permitiría comportarse como “uno de ellos”, brindando a los sectores populares la “escena adecuada” para experimentar la comunión moral con el líder.

Esa preocupación por rastrear, genealógicamente, las ideas y sentimientos democráticos que habían inspirado el gobierno rosista, no menguó, no obstante, la desconfianza que los mismos le generaban. Así, el autor de Los simuladores de talento (1904) advirtió que, para granjearse la admiración y el cariño de la plebe, Rosas era capaz de “simular”, mostrándose conmovido frente a una “manifestación de abastecedores” e impostando, cuando consideraba oportuno, un alarido para celebrar una “gauchada ajena”. Por otro lado, tampoco perdió oportunidad de expresar el desprecio aristocrático que le suscitaban los procesos de democratización que involucraban una igualación “por lo bajo”.

Además del hogar colonial, el espacio rural alojaba otros dos modelos de conducción personal que participaban, y de un modo decisivo, en la genealogía del poder rosista. Uno de ellos era de carácter militar: nos referimos al poder que los caudillos detentaban sobre las denominadas montoneras, grupos de gauchos movilizados que se dedicaban a combatir en las diversas luchas de las que, conforme la coyuntura, el caudillo tomaba parte y cuyo denominador común era el que suponían una rebelión contra las autoridades constituidas (de la Fuente, 1998).

Según leemos en el Facundo, todos los caudillos habían sido comandantes de campaña y habían accedido a la jefatura de las montoneras en virtud de sus manifestaciones de coraje y de la prueba de superior destreza que exhibían sobre sus pares. Por su parte, en lugar de enfatizar la admiración que aquellos despertaban en las multitudes, Quesada (2011, p. 88) advertía que las poblaciones rurales seguían a los caudillos porque estos las protegían de los demás y les garantían la precaria tranquilidad de la que disfrutaban.

Mientras este último autor encumbró la función histórica de los conductores fuertes, volviendo prosaica la carnadura misma del líder, en la explicación que Sarmiento propuso del liderazgo resultan centrales las biografías de los grandes hombres del desierto (José Gervasio Artigas, Facundo Quiroga) como el imaginario europeo del “déspota oriental” (Altamirano, 1997, p. 91).

La comparación entre el Tamerlán (el “Gran Turco”) y Facundo Quiroga se sostiene, a su vez, en la analogía que, en la opinión del autor, existía entre el medio geográfico del cual surgían los líderes en “la pampa”, y el medio en el cual se gestaban los liderazgos de los jefes de las caravanas asiáticas.

Es significativo que el modelo del caudillaje comprenda, para Sarmiento, tanto al “capataz” de las carretas, como a Facundo Quiroga y a Rosas, un hombre de Estado. Ello se explica porque en su obra el término caudillo designa tanto a un “tipo genérico” de conductores, que abarca, en el mundo rural, al capataz que marcha al frente de una tropa de carretas, al juez de paz y al comandante de campaña, como a un “tipo específico” de líder, esto es, al caudillo entendido como líder “político-militar” (Svampa, 1998).

Ciertamente, si bien el mundo rural que retrata Sarmiento ofrece toda una constelación de tipos sociales que reúnen los rasgos distintivos del tipo de liderazgo al que se refirió, es preciso destacar que el “gaucho” debía recorrer una trayectoria, atravesar una serie de peripecias, para devenir caudillo. Teniendo en cuenta la historia argentina, no menos que la teorización weberiana del líder carismático, Svampa (1998, p. 54) fija la atención sobre el peso que las circunstancias excepcionales de la guerra tuvieron para que el “gaucho malo” se transformara en caudillo.

Sin negar su incidencia determinante, ese no es el único avatar de la biografía de los caudillos que atrae la atención de los autores. Si para la fragua del líder que fue Quiroga resulta nodal el enfrentamiento con un tigre en el desierto, Ramos Mejía confiere importancia, asimismo, a una serie de experiencias prosaicas de la biografía de Rosas, pero que habrían sido significativas en su formación como líder de masas: su desempeño como mayordomo, capataz, peón de estancia, pinche barrendero de tienda; su experiencia como comandante de campaña y meneur del gauchaje alborotado, etc.

Con fuerte arraigo en la historia política del Río de la Plata, el modelo del caudillaje llevó a Sarmiento (2018, p. 96) a afirmar que Rosas “no (…) [había] inventado nada”. El talento del dictador habría consistido, según el autor, en plagiar a sus antecesores, haciendo de “los instintos brutales de las masas ignorantes un sistema meditado y coordinado fríamente”.

Aun cuando en su mirada el régimen de Rosas constituía el ejemplo más elaborado de gobierno “caudillista”, el mismo no dejaba, no obstante, de tensar hasta la ruptura aquellos atributos que ya comenzaban a ser considerados como “típicos” o “naturales” para cualquier régimen caudillista (Myers,1998, p. 89). Sensible a esa tensión, a Sarmiento no se le pasaron por alto las modificaciones que aquel debió imprimir al “gobierno bárbaro” de la campaña para convertirlo en “tiranía urbana” (Botana, 1984).

El otro modelo de conducción personal procedente de la campaña, de orden económico, doméstico y a la vez político, lo proporcionaba el manejo de la estancia. Ciertamente, tanto para Sarmiento como para Ramos Mejía el hecho de que el propio Rosas fuera terrateniente permitía explicar el énfasis que el mismo depositó en defender la institución de la propiedad privada. Sin embargo, menos que los aspectos materiales, aquello que les interesó del modelo de la estancia fueron una serie de aristas de orden político-cultural.

Uno y otro enfatizaron la sapiencia del gobernador en la administración de sus campos y los recursos a los que el mismo había apelado con la finalidad de imponer la disciplina en sus estancias (famosas son, en esta dirección, las Instrucciones para los mayordomos de las estancias). Destacaron, asimismo, la polivalencia táctica de los mecanismos utilizados para manejar a las reses, que Rosas había sabido refuncionalizar y perfeccionar para fines políticos: así, por ejemplo, las “fiestas de la parroquia”, características del gobierno rosista, eran, a decir de Sarmiento, una imitación de la “hierra del ganado”.

Un lugar relevante ocupa en el texto de los dos autores el procedimiento del degüello, costumbre criolla proveniente de la campaña y del indio que se perfeccionaba en los sports del matadero (Ramos Mejía, 1952b, p. 75), y que el régimen rosista usó largamente elevándolo a la categoría de una institución pública.

Por otro lado, el médico argentino también tomó nota de la incidencia pedagógica que las prácticas ligadas a la vida cotidiana de la estancia habían tenido en la formación de Rosas como líder político. Así, muestra que la misma había estado marcada por una serie de juegos peligrosos que operaban como simulacros de las peripecias sangrientas de las batallas: pechadas contra tigres, expediciones orientadas a la caza de perros cimarrones, violentas fiestas ecuestres, etc.

Es preciso destacar que, sin establecer de un modo pormenorizado las continuidades entre, por una parte, el gobierno bárbaro que ejercían los caudillos y aquel de la estancia y, por la otra, el gobierno de la ciudad, uno de los ejes argumentales del libro de Quesada lo constituye la idea de que el rosismo expresaba prácticas que lo antecedían, procedentes tanto de la colonia como de la cultura política de la postindependencia.

El énfasis que depositaron los tres autores en mostrar la continuidad de los gobiernos que analizaron con prácticas preexistentes conduce a pensar que lejos de juzgar a Rosas como un líder revolucionario o transformador de la cultura (como Weber juzga al caudillo carismático), lo consideraron, más bien, como un líder conservador que, con la finalidad de acceder y mantenerse en el poder, procede modelando e instrumentalizando ideas, sentimientos y creencias que existían en la sociedad desde muy larga data.

Como veremos en el apartado siguiente, aun cuando acentuaron el hecho de que más que inventar Rosas había perfeccionado y reorientado algunas de las técnicas, disposiciones subjetivas y tendencias preexistentes, ninguno de los tres autores pasó por alto aquellos rasgos de la persona del líder que le permitieron conducir un proceso social a la vez ordenancista y democratizador.

4. La subjetividad del líder

A lo largo de sus gobiernos, Rosas concentró una cuota muy amplia de poder. Inicialmente, por medio de las denominadas “facultades extraordinarias” que la Legislatura porteña le concedió en 1829 (las cuales se renovaron sucesivamente hasta 1831) y, posteriormente, a través de la original institución de la “suma del poder público” que enfatizó el papel del poder ejecutivo en el gobierno de la provincia.

El hecho de que para otorgarle “facultades extraordinarias” los legisladores prefirieron invocar la “idoneidad” del individuo singular al que iban dirigidas, en lugar de ampararse en los aspectos formales de aquellas instituciones (Myers, 1998), coadyuva a entender porqué, ante el desafío de volver inteligible un régimen hasta entonces inaudito en la historia argentina, los tres autores prestaron atención a la subjetividad del líder.

Ya en el apartado 2 mencionamos el uso que Sarmiento, y de un modo más bien metafórico, también Ramos Mejía, hicieron, en sus trabajos, de la figura del grande hombre. Más allá de ello, los tres autores movilizaron la noción de prestigio para desglosar algo de aquello que el mito del grande hombre daba por sentado. Entendido como una suerte de investimiento moral y afectivo que experimentan ciertas personas (pero también objetos e instituciones), en más o en menos que otras, el mismo se invocaba para explicar la influencia14 que algunos hombres ejercían sobre otros.

Emparentado con la noción de carisma (que, como sabemos, Weber tomaría del campo de la religión, utilizándolo en el contexto de su sociología política para pensar el poder personal) el prestigio, aunque secular, no deja de ser, en términos de Le Bon (1920, p. 97) un “poder misterioso”. Sensible a esta última connotación, ya Sarmiento (2018, p. 201) había advertido que mientras Facundo se daba “aires de inspirado”, Rosas se “hacía adorar en los templos y tirar sus retrato por las calles en un carro (…) para crearse el prestigio que echaba de menos” (2018, p. 202).

En relación con este último aspecto, Ramos Mejía puso especial ahínco en destacar el sentido misional que aquel confirió a su accionar como el carácter providencial que adjudicó a sus intervenciones en ciertos sucesos. Particularmente interesado, como estaba,en desentrañar el “modo de funcionamiento” del régimen, el médico encontró en la religión una de las matrices a partir de la cual elucidar la investidura que las masas conferían al líder. Así, argumentó que el rosismo parasitó, para sus propios fines, el prestigio del que gozaban, hacia mediados del siglo XIX, los rituales, formalismos e ideas de carácter religioso entre los porteños y, en particular, entre los sectores populares.

Sin embargo, según su argumentación, para ejercer influencia sobre la población, Rosas también había aprovechado el prestigio que le daba, por su condición de estanciero exitoso, la tradición rural; aquel que, proviniendo de una familia patricia le confería la tradición social y el que había conseguido granjearse a partir de su actuación, un poco teatral, en las guerras civiles.

Si bien el foco de su interés no estaba depositado en la persona del líder, tampoco Quesada (2011, p. 97) dejó de considerar las “innegables aptitudes” que secundaron a Rosas en su gobierno, considerándolo el prototipo de un “gobernante de carácter”. Con este último concepto (con el que buscaba sustituir tanto el recurso al mito del “héroe” como la explicación médico-biológica que equiparaba la figura de Rosas a la de un “neurótico”), el autor aludía a una cierta “cualidad soberana” común a los hombres que se distinguían en la historia y en la vida.

No obstante, la descripción que Quesada provee del “hombre de carácter” que, a su juicio, era Rosas, converge, en varios aspectos, con el cuadro de la “personalidad moral” del Restaurador que Ramos Mejía trazó al final de su obra. Uno y otro asumían estar frente a un hombre que se destacaba por la fe en sí mismo, la capacidad de influir sobre los demás y por enfrentar las dificultades en términos de desafíos. Más aun, ambos observaron el modo en que la apariencia del dictador, su fisonomía y su porte, expresaban aquella determinación, participando, en forma decisiva, de la “influencia” que el mismo ejercía sobre las masas.

De los tres autores, fue Ramos Mejía quien,apoyándose sobre los desarrollos procedentes del campo de la psicología, explotó la veta científica de la noción de influencia, decodificándola con la ayuda del concepto de sugestión.15De manera más clara que Le Bon, supo ver que la fascinación que los líderes despiertan entre las masas era de carácter amoroso, e incluso, no mediando sublimación ni represión, abiertamente sexual. En esta dirección, no dejó de prestar atención al modo en que la “voz tonante” y la “mirada” del líder participaban de la sugestión que el mismo ejercía sobre las masas.

Así, a lo largo del capítulo XVI de su libro se refirió al común amor que los heterogéneos guerreros que conformaban el “ejército de Rosas” sentían por el líder, mientras que los capítulos XII y XIII, consagrados al análisis de la adhesión que “las mujeres” prestaron a la tiranía, abundan en desarrollos que refieren tanto al goce masoquista que las masas encontraban, según el autor, en dejarse fustigar moralmente por el caudillo (Ramos Mejía, 1952c, p. 31), como al propio provecho sádico que este último extraía de ello.

Asimismo, si los tres autores destacaron la sorprendente capacidad de trabajo del líder, fue el médico quién, sin descartar la hipótesis de la manía, recondujo este rasgo a la orientación ascética que Rosas imprimía a su vida cotidiana; orientación cuyas raíces eran, no obstante, irracionales y patológicas: si vivió uncido al trabajo y exento de toda pompa mundana fue porque “se creyó misionero y enviado” (Ramos Mejía, 1952c, p. 262).

Por otra parte, todos bosquejaron a Rosas como un político “sagaz” y “calculador”, que hacía el mal “sin pasión” (Sarmiento, 2018, p. 44). Pero fue Quesada quien, en contraposición a la imagen telúrica que despertaba la figura del caudillo, prefirió inmortalizarlo como un “hombre de Estado” cuya conducta de gobierno estaba orientada por una racionalidad administrativa (Pereyra, 2011).

Interesados, en cambio, en explorar la relación entre el estilo de vida del gaucho y el arte de la conducción, tanto Sarmiento como Ramos Mejía tendieron a atribuir la astucia política de Rosas al conjunto de técnicas, modos de conocimiento, formas de mirar, etc., que daban cuerpo, en palabras del primero, a una auténtica “ciencia del desierto”. Tal “ciencia”, que cultivan personajes eminentes de la campaña, como el “baqueano” (Sarmiento, 2018, p. 79), estaba llena de empirismos originales, de los cuales Rosas había extraído provechosas enseñanzas. Posiblemente inspirado por la lectura de Nuestra América (1926) [1903], de Carlos Octavio Bunge, Ramos Mejía (1952a, p. 114) entreveía, allí, “las líneas de una estructura excepcionalmente argentina en lo político”.

No obstante, aun enfatizando la proverbial frialdad y sagacidad de Rosas, ni Sarmiento ni Ramos Mejía pasaron por alto aquellos aspectos irracionales de su personalidad que contribuyeron a fijar –en la tradición liberal y en el discurso público en general– la imagen del caudillo como lo “otro” de la modernidad (Svampa, 1998, p. 52). Mientras el primero se sirvió de las figuras del niño y del animal para evocar el proceder “irracional” de quiénes no habían aprendido a contener sus pasiones, el segundo apeló al lenguaje científico de la psiquiatría de su época para dar cuenta de los impulsos y propensiones mórbidas de las que adolecía el Restaurador.

Así, pues, si bien con importantes matices, la figura del líder concentró la atención de los tres autores, los cuales apelaron a las nociones de prestigio y de carácter para entender la influencia que Rosas ejercía sobre la población. Sin embargo, como veremos en el apartado siguiente, tanto Quesada como, sobre todo, Sarmiento y Ramos Mejía, advirtieron que tal ascendiente era, en gran medida, algo fabricado.

5. Los resortes de la conducción rosista

Si hay algo por lo que el régimen de Rosas pasó a la historia fue por el uso extensivo que el mismo hizo, durante los casi treinta años en que se mantuvo en el poder, de mecanismos de represión informales. Habiendo insistido largamente sobre lo capilarizada que estaba la violencia en la vida rural, Sarmiento (2018, p. 177) sostuvo, refiriéndose a los caudillos, que el terror era un medio de gobierno que producía mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad. Y si a Quesada no se le pasó por alto el uso cotidiano que la administración rosista había hecho del mismo, Ramos Mejía se ocupó, en su libro, de analizar la composición social y la actuación de la denominada “Mazorca”, el cuerpo para policial dedicado a amedrentar a los opositores.16

Paralelamente, tanto este último como Sarmiento llamaron la atención sobre el vasto sistema de espionaje que irrigaba el aparato policial del rosismo, el cual funcionaba de manera articulada con otras técnicas de vigilancia como los “censos de opiniones”.17 Sin desconocer que el descubrimiento de unitarios había llegado a ser una obsesión colectiva, ambos autores subrayaron la activa participación que “negros” y “mulatos” tuvieron en el espionaje, la cual resultaba facilitada por el rol de sirvientes y esclavos que cumplían en las casas más acomodadas.

Asimismo, el médico mostró cómo ciertos aspectos de la personalidad “vesánica” de Rosas propiciaban o coadyuvaban al desarrollo de tal siniestro sistema de vigilancia y opresión. Pero ni él, ni tampoco los otros dos autores, atribuyeron, de un modo exclusivo, tales prácticas a las extravagancias o a la maldad del líder. A la inversa, convergieron en remarcar su enraizamiento social. Desde esa perspectiva, Rosas no había hecho más que sistematizar, y hasta dignificar la crueldad que venía siendo usada desde antaño, tanto en las sociedades de las colonias hispánicas, como en la propia sociedad de la metrópoli. Así, Sarmiento y Quesada confluyeron en asociar el terror rosista con la institución de la Inquisición, mientras que este último también destacó el papel que el mismo había jugado en las colonias en el transcurso de la “guerra” contra el indio. Y, como explicamos anteriormente, los autores de Facundo y de Rosas y su tiempo se ocuparon de puntualizar la continuidad existente entre las técnicas crueles que se usaban en la estancia para manejar al ganado y aquellas utilizadas, en el ámbito de la ciudad, con el propósito de someter a la población.

Pero, además, a través del ojo clínico de Ramos Mejía conseguimos visualizar las compensaciones simbólicas que los ciudadanos obtuvieron al obrar como engranajes en los dispositivos de delación y castigo. Así, el caudillo habría sabido aprovechar, alineándolos para el cumplimiento de sus propósitos, toda una serie de disposiciones y deseos preexistentes; astucia que, en su momento, tampoco pasó desapercibida a Sarmiento.18 En esta dirección, el médico se refirió al modo en que el rosismo se había nutrido del deseo de la plebe de usar de la “fuerza grande o chica” que traía aparejada una posición administrativa (Ramos Mejía, 1952a, p. 242) y no dejó de reconocerle que, al generalizar la aplicación del degüello al hombre, el mismo había dignificado el goce sádico que reportaba, a la población, el pasar las reses por la hoya

Más allá de todo lo anterior, en el corpus de textos con el que trabajamos el liderazgo de Rosas no resulta equiparado, sin más, a la coerción, la intimidación y la violencia. Así, gran parte de la lectura revisionista del fenómeno que realizara Quesada consistió en mostrar que, durante su gobierno, el gobernador se amparó en una legalidad fundada en los pactos entre provincias y en un aparato administrativo. Como apunta Pereyra (2011), al dirigir la mirada hacia los aspectos legales del gobierno rosista, Quesada articuló, tempranamente, una de las preguntas nodales de la sociología política, aquella que refiere a los criterios sobre los que se funda la legitimidad de un régimen político.

Mientras la atención de este último recayó sobre los resortes jurídico-administrativos, los trabajos de Sarmiento y Ramos Mejía pusieron el acento sobre los aspectos simbólicos y discursivos a través de los cuales el rosismo había encauzado su necesidad de justificación. Hicieron hincapié sobre el hecho de que el mismo dependió del conocimiento y de la dirección de la conciencia social, y echaron luz sobre varias de las dimensiones del aceitado aparato de propaganda del régimen.

Particular interés suscitaron en los dos autores los aspectos visuales del mismo. Ya Sarmiento insistía, en 1845, en torno a la “propaganda por la imagen” que implicaba tanto la utilización política de la litografía como las potentes “escenas dramáticas” que ofrecían las diversas “fiestas federales” que se hicieron comunes en la provincia de Buenos Aires durante el gobierno de Rosas (Salvatore, 1998a). A través de tales fiestas, que constituían un medio para “administrar” y “ordenar” el “entusiasmo público” (Sarmiento,2018, p. 241), cobraba forma el culto a la personalidad del líder y se invitaba y arengaba a la ciudadanía a participar del conflicto principal que definía la República: la lucha entre unitarios y federales.

El autor de Rosas y su tiempo recogió y profundizó tales hallazgos de Sarmiento, en el convencimiento de la importancia que lo visual y la teatralidad tuvieron para el funcionamiento del régimen. Por un lado, ligó la amplia utilización política de la litografía“con la popularización y degradación del gusto romántico que hay tras de algunos rasgos de la leyenda rosista” (Halperín Donghi, 1954, p. 60). Y destacó la afinidad entre los medios elegidos por el régimen –que “todas las cosas las metía por los ojos” (Ramos Mejía, 1952c, p. 291)– para modelar las opiniones e ideas de la ciudadanía y la psicología de las masas, las cuales necesitaban “ver las ideas para comprenderlas” (Ramos Mejía, 1952c, p. 291).

Asimismo, a Sarmiento (2018, p. 241) no se le pasó por alto lo eficaz que el rosismo había sido al imponer a la ciudadanía en su conjunto el uso de la “divisa punzó” como forma de crear, artificialmente, la “personalidad de gobierno”. Y, sin dedicarse a auscultar, en detalle, los instrumentos a los que el líder apeló para imponer su hegemonía, tampoco Quesada (2011, p. 93) dejó de destacar que la “uniformidad cromática” había sido el medio al que Rosas había apelado para fanatizar a las masas y meter a todos en un mismo molde.

Pero fue Ramos Mejía quien más interés demostró por las prácticas visuales a través de las cuales la política se inscribía en la vida cotidiana de las personas; prestando atención, por ejemplo, al “empaque federal”,que estaba fijado por toda una serie de disposiciones sobre el traje y el rostro que, entre otras cosas, mandaban a “conservar el bigote unido a la patilla” (Ramos Mejía, 1952b, p. 72).

Asimismo, este último autor se encargó de caracterizar, en detalle, las diversas formas representacionales y rituales que asumía el culto al líder: marchas con el retrato de Rosas, poemas alusivos, cañonazos, repetición de fórmulas, etc. Al avanzar en el análisis, uno de los ejes de la argumentación propuesta –que la historiografía relativa al rosismo se encargaría, varias décadas más tarde, de desarrollar– pasaba por mostrar de qué manera tal clase de prácticas involucraban una sacralización de la política.

Pero el aparato de propaganda al que los autores hicieron alusión no sólo se nutría de imágenes, sino también de palabras. En esta dirección, tanto Sarmiento como Ramos Mejía llamaron la atención sobre el uso espurio, torcido, que, con la finalidad de forjarse una opinión nacional e internacional favorable, Rosas había hecho del lenguaje. En este sentido, el primero señalaba como un conquista de la civilización el hecho de que el Restaurador se hubiese visto obligado a usar del “don de lenguas” (Sarmiento, 2018, p. 50) para defenderse de la crítica de los opositores emigrados. Antes que Le Bon y sin el utillaje de la psicología de las masas, advirtió que el líder sabía “usar de las palabras” (Sarmiento, 2018, p. 211), forjando eslóganes (como “¡viva la federación, mueran los unitarios!”) hechos de términos con sentidos prefijados y de repeticiones.

Como señalara Ramos Mejía (1952b, p. 196), “la Federación tenía su literatura y nadie podía separarse de la retórica consagrada”. Ampliamente cartografiado por Myers (1995), quien ha mostrado la circulación, durante el rosismo, de varios tópicos del discurso republicano clásico, tanto el médico argentino como el propio Sarmiento se ocuparon, en su momento, de puntualizar algunos de los temas y motivos del discurso político al que el rosismo apeló para autojustificarse. Entre estos últimos estaban tanto el respeto a la propiedad privada como el “americanismo” (Sarmiento, 2018, p. 258).

Asimismo, la preocupación por el modo en que los líderes se sirven de los periódicos y de los periodistas como formadores de opinión fue uno de los temas que convocó, tempranamente, el interés de Ramos Mejía, autor que también se interesó por los medios de difusión subalternos y domésticos a los cuales apeló la propaganda rosista. Entre ellos se cuenta el “chisme”, el “rumor” y la transmisión de información a viva voz que realizaban, combinando comicidad y tragedia, los denominados “locos de Rosas” (1952b, p. 168), institución federal propagandista que lograba hacer llegar al oído de las familias lo que el dictador necesitaba comunicar.

Reflexiones finales

En este artículo revisitamos un conjunto de textos procedentes del multiforme campo de la sociología argentina que, tras varias décadas de lecturas, se han considerado precursores del pensamiento relativo al poder caudillista. Sin negar la validez de la operación interpretativa que ubica los libros con los que trabajamos en el capítulo clásico de la literatura caudillista sudamericana,nosotros optamos por inscribirlos en un corpus más amplio, heterogéneo y ramificado, releyéndolos como aportes a la problematización moderna del liderazgo.

Tal filiación habilitato da una agenda investigativa, hecha de diálogos y cruces posibles entre los trabajos de los intelectuales argentinos y los escritos de intelectuales procedentes de los países centrales, tanto contemporáneos a los primeros (así, verbigracia, Carlyle, Spencer, Le Bon, Tarde y Michels) como posteriores (como es el caso de Max Weber).

Ciertamente, muchas de las reflexiones que pueden hallarse en los textos que aquí analizamos retoman interrogantes de larga duración, como ser la cuestión del papel que desempeñan las multitudes y los grandes hombres en la historia, y la problemática relativa al vínculo entre “el príncipe” y diversas formas de conocimiento.

Si ello es así, es menester destacar, sin embargo, dos aspectos. Por un lado, el carácter moderno de los aportes que Sarmiento, Quesada y Ramos Mejía hicieron a la problematización del liderazgo. Así, las elaboraciones de los tres autores presuponen como datos y procuran dar respuesta a fenómenos, tendencias y aspiraciones característicos de la modernidad como ser la movilización política de las masas, la democratización social y cultural, los procesos de construcción de la nación, el uso de la técnica con fines de propaganda política, etc.; sin contar con que, para pensar el liderazgo de Rosas, tanto Quesada como Ramos Mejía se sirvieron ampliamente del vocabulario, los desarrollos teóricos y los métodos de varias disciplinas científicas.

Por otro lado, aunque muchos de los debates en los que se adentraron reconocen una larga trayectoria, en cambio, varios de los aportes que hicieron a los mismos resultan novedosos. Pensamos, en este sentido, en las referencias que efectuaron Sarmiento y Ramos Mejía a los “saberes del desierto”, al papel que cumplen los saberes menores, populares en la explicación de lo eficaces y exitosos que resultaban los caudillos al enfrentarse, en el campo de batalla, con otra clase de líderes, formados teóricamente en el arte de la guerra; así como en el enfrentamiento cara a cara con los hombres a los cuales conducían. Así, tanto el Facundo como Rosas y su tiempo nos proveen huellas para pensar en una forma específicamente criolla de conducción, que no resulta totalmente equiparable, no obstante, a la conducción caudillista.

Por otro lado, el artículo traduce el esfuerzo por identificar y analizar las elaboraciones teóricas, las claves de lectura y los interrogantes que los escritos de Sarmiento, Quesada y Ramos Mejía ofrecen para pensar el liderazgo, considerándolos como recursos capaces de nutrir dos arenas de debates actuales.

Una de ellas refiere a las controversias epistemológicas y metodológicas que suscita, en el ámbito de las ciencias sociales, la investigación del liderazgo. Expresadas de un modo muy sucinto, las mismas se vinculan con la indefinición que afecta su conceptualización,con la carga subjetivista que todavía portan palabras como líder y liderazgo,19con el hecho de que se trata de un problema que ha sido abordado desde distintas disciplinas ycon el carácter insoslayable que tiene, tanto para la constitución y el funcionamiento como para su análisis, la tensión entre los aspectos objetivos y subjetivos del liderazgo.

Varias son las contribuciones que, en vista a dicha arena de discusiones, se desprenden del corpus de textos que Sarmiento, Quesada y Ramos Mejía dedicaron a comprender el rosismo. Por un lado, su relectura no sólo confirma la permanencia de la ya mencionada tensión, sino que permite calibrar adecuadamente su naturaleza y alcance, al tiempo que sugiere la pregunta por las cambiantes configuraciones que la misma asumió en distintos contextos históricos.

Así, el hecho de comprobar cómo reflexiones que remiten, de una u otra forma, a las dimensiones subjetivas del liderazgo20 conviven con líneas argumentativas que, para explicar la constitución y el funcionamiento del rosismo, ponían énfasis en las determinaciones geográficas y sociohistóricas, refuerza el carácter indecidible que asumen, en vistas al estudio del liderazgo, toda una serie de oposiciones: así, entre el gobierno fundado en la voluntad arbitraria de un hombre y aquel fundado en las leyes y las instituciones; entre los aspectos subjetivos del mando y las determinaciones socioculturales que explican la obediencia, etc.

Es así que en el corpus con el que trabajamos, la relación entre los gobernados y el líder parece ser más compleja que aquella que emerge de la visión clásica del caudillismo. Como vimos, la imagen de un poder concentrado en la voluntad centrípeta de un solo hombre aparece matizada, en aquel corpus, por otros elementos (una simbólica política, un discurso político, unas formas legales) que si bien no suponen una descentralización o democratización de las decisiones, hablan de un poder enraizado en la sociedad, que se nutre de los deseos, creencias e ideas de la ciudadanía, y que apela tanto a medios racionales como a formaciones míticas para conducirla.

Ciertamente, en la medida en que esquivan las definiciones y abundan en matices valorativos, los textos de Sarmiento, Quesada y Ramos Mejía difícilmente coadyuven a mitigar la imprecisión conceptual que afecta la definición de liderazgo o a esclarecer las impresiones contrastantes que tal fenómeno despierta. Por el contrario, en la escritura ensayística de Facundo y la narración abigarrada de Rosas y su tiempo, lejos de la pureza de las definiciones, puede esperarse encontrar una maraña de interpretaciones.

Sin embargo, los libros de los tres autores también ofrecen elaboraciones con espesor teórico, útiles para plantear preguntas y ensayar respuestas atinentes a varias dimensiones del poder personal que concitan interés en la actualidad. Entre ellas cabe anotar: las clasificaciones y tipologías de caudillos que delinean Sarmiento y Quesada en sus obras; los modos en que, en los tres autores, la emergencia y el funcionamiento del liderazgo rosista se vincula con situaciones y problemas extraordinarios y la atención que en los mismos concita el interrogante relativo a los distintos tipos de recursos (políticos, sociales, económicos, simbólicos) que hombres como Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas acumularon a lo largo de sus trayectorias, y que contribuyen a explicar su preeminencia en los contextos históricos en los que actuaron. En relación a esto último, uno de los aportes del corpus con el cual trabajamos a la problematización del liderazgo está dado por el vínculo que en el mismo se establece entre relaciones públicas y privadas, políticas y domésticas/económicas de liderazgo, así como entre relaciones de liderazgo que se verifican en distintas escalas.

Traduciendo la letra del Facundo y de Rosas y su tiempo al idioma, foucaultiano, de la genealogía del poder, podríamos afirmar que, en la opinión de los autores de estos dos libros, el rosismo habría representado una instancia de gubernamentalización de algunos de los elementos que caracterizaban el ejercicio del poder que los líderes (jefes de familia/estancieros/caudillos) ejercían en el marco del hogar colonial, la estancia y la campaña.

Pero además de irrigar los debates que conciernen al problema de cómo estudiar el liderazgo, la relectura del corpus de textos sobre el que gira este artículo resulta productiva en vista a la problematización actual de otras dos cuestiones que se encuentran íntimamente ligadas a aquella temática: nos referimos a los debates concernientes a la “personalización de la política” y al “populismo”.

En relación al primero de esos dos debates, pensamos que aunque un diálogo tal aún no ha sido ensayado, ciertos aspectos del fenómeno actual de “personalización” de la política pueden ser puestos en relación con las consideraciones que suscitaron entre los intelectuales argentinos la cuestión del caudillismo y, en particular, el liderazgo de Rosas. Así, las reflexiones que inspiraron en Sarmiento y Ramos Mejía los aspectos visuales de la administración rosista (particularmente el uso que durante la misma se hizo de los retratos del Restaurador con el propósito de instalar el culto a la personalidad del líder), podrían ser provechosamente utilizadas como insumos en el marco de una investigación genealógica que, interesada en indagar las transformaciones en la comunicación política, se sirviera de una perspectiva sociohistórica para profundizar la comprensión de una de las aristas de la actual personalización de la política: nos referimos al modo en que los líderes se sirven de las imágenes difundidas a través de los medios masivos de comunicación para auto presentarse e interpelar al público.

Asimismo, las elaboraciones de carácter psicosocial a partir de las cuales Ramos Mejía procuró elucubrar la adhesión que generaba Rosas en los sectores populares (abordaje que lo condujo, entre otros desarrollos, a describir algunas de las escenas en las que los deseos y goces de los gobernados se articulaban con aquellos del líder) podrían contribuir a esclarecer los procesos de producción de identificaciones sobre las cuales se basan los nuevos vínculos de representación política que construyen y a partir de los cuales son construidos los actuales liderazgos personalizados.21

A pesar de la distancia que separa a los liderazgos del siglo XIX sobre los que se focalizó el pensamiento de Sarmiento, Quesada y Ramos Mejía, de los liderazgos personalizados contemporáneos que atraen la atención de politólogos y sociólogos, conversaciones como las que sugerimos en los párrafos anteriores resultan pertinentes si se piensa, como proponemos aquí, al caudillismo como una (entre otras) de las configuraciones históricas del poder personal.

De la mano de tal clase de diálogos se podría filiar la discusión actual acerca de la personalización de la política en una familia más amplia de fenómenos, que incluyen el liderazgo carismático, el caudillismo y los liderazgos populistas.

En relación a esto último, pensamos, asimismo, que ciertos desarrollos provenientes de las obras de Sarmiento y Ramos Mejía pueden ser habilitados a participar en los debates actuales acerca del “populismo”. Así los lúcidos comentarios y tempranos análisis que despertaron, tanto en el autor de Facundo como de manera más amplia en aquel de Las multitudes argentinas, el uso que Rosas hizo del lenguaje, los rituales y las imágenes con fines de sugestión y propaganda política y, en particular, el interés que concitó en ambos intelectuales la función performativa que, con el propósito de definir un campo de adversidad, el rosismo hizo jugar a toda una serie de palabras y rituales: todo ello resulta afín y puede contribuir a historizar algunos de los hallazgos a los que arriban los investigadores que, concibiendo al populismo desde una perspectiva discursiva,22se vienen ocupando de analizar los discursos e intervenciones de los líderes populistas latinoamericanos que arribaron al poder entre 1998 y 2015.23

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Notas

* La autora agradece a Ana Blanco por la generosa lectura que realizó del manuscrito de este trabajo.
1 La noción de problematización, proveniente de la obra de Michel Foucault, designa un haz unificado de interrogantes emergente en un momento dado del pasado, que ha sido reformulado varias veces, dando lugar a transformaciones que es menester periodizar y que persisten en la actualidad. Para una consideración más amplia del abordaje sociohistórico de las problematizaciones véase Castel (2001) y Dean (1994).
2 A lo largo de la historia la reflexión acerca del liderazgo ha estado atravesada por la tensión entre la confianza en la capacidad autoinstituyente de la agencia humana y la perspectiva que resalta el carácter decisivo que cumplen los condicionamientos de orden estructural en el movimiento de las sociedades. Mientras el primer enfoque –representado de un modo emblemático por el texto On Heroes, Hero-worship and theheroic in history (1841)de Thomas Carlyle–, condujo a pensar el liderazgo como una relación de sumisión personal, y a priorizar el conocimiento de los atributos de aquellos individuos que se consideraron capaces de moldear el destino de la historia, el segundo –articulado por Herbert Spencer en su Study on Sociology de 1873– llevó a desplazar el interés relativo a los rasgos del líder hacia los patrones generales de desarrollo social a los que se ajustan los comportamientos de los líderes y a priorizar, en consecuencia, el análisis de las dimensiones instituciones del ejercicio del poder. Como apuntan Collado-Campaña, Jiménez-Díaz y Entrena-Durán (2016), el debate epistemológico entre idealismo y realismo (o, en otros términos, entre agencia y estructura) representa el escenario de fondo o cuestión principal en que se mueven las visiones subjetivista y objetivista del liderazgo. La tensión entre ambas opciones analíticas no es la única, no obstante, que ronda las discusiones acerca del tema. Por el contrario, la problematización del liderazgo resulta jalonada por toda otra serie de oposiciones: así, entre el gobierno de los hombres y el gobierno de las leyes, el gobierno personalista” y el gobierno fundado en las instituciones, la administración de la población y el amor al líder, la política que orbita en torno a liderazgos y aquella que orbita en torno de partidos, etc.
3 Si el gobierno de Rosas constituía una “anomalía” era porque había trastocado la lógica de “la Historia” (con mayúsculas). Conforme al régimen de representación del saber historicista-romántico, la “Historia”, entendida como mímesis de la naturaleza, se desarrollaba a partir de una lucha entre civilización y barbarie, evolucionando en dirección al triunfo de la civilización. Así, el problema con el que se enfrentó Sarmiento era que Rosas había conseguido instalar en el país un “orden bárbaro”. Para un desarrollo in extenso de esta línea argumental véase Palti (2004).
4 Este título, con el que tanto en el ámbito historiográfico como en el lenguaje ordinario se suele identificar a Rosas, le fue conferido en 1829 por la legislatura porteña cuando lo proclamara Gobernador de Buenos Aires.
5 Tal inscripción se encuentra respaldada por toda una serie de lecturas. En relación al Facundo considérense los trabajos de Palcos (1945), Martínez Estrada (1946), Orgaz (1950), Jitrik (1983) y Palti (2004), entre otros. Por su parte, Ramos Mejía, a quién Ingenieros (1961) reputa “creador”, en el país, de dos géneros científicos –la psiquiatría y la sociología–, forma parte del conjunto de intelectuales a partir de los cuales Horacio González (2000), junto a otros autores, propone una “historia crítica” de la sociología argentina. Una abundante bibliografía (Canter, 1936; Poviña, 1959; Marsal, 1963; Germani, 1968; Pereyra, 2008) converge en considerar a Ernesto Quesada como uno de los precursores de esta última disciplina en el país.
6 “Al abordar este estudio (…) hube de resolverme leal y sinceramente a dejar, como quien dice, en la puerta del anfiteatro las nobles pasiones que el salvaje unitario me inoculara en el espíritu” (Ramos Mejía, 1952a, p. 3).
7 El término caudillo apareció en los diccionarios de la lengua castellana hacia 1729 para aludir a aquel “que guía, manda y rige la gente de guerra, siendo su cabeza, y que como tal todos le obedecen” (Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1729, tomo 2, p. 235, citado por Fradkin y Gelman, 2015, p. 446).
8 Con amplias resonancias en el pensamiento político y social argentino, tal doctrina del determinismo geográfico se encuentra asimismo presente en el Rosas y su tiempo de Ramos Mejía.
9 Así, Quesada establecía una distinción entre la “anarquía caudillesca” de la década de 1820 y la dictadura de Rosas, a la que veía como una etapa de sometimiento de dichos caudillajes.
10 Como apunta Maristella Svampa (1998, p.78), ya en el libro de Quesada encontramos planteada la hipótesis del caudillo como “gendarme necesario” que sería difundida décadas más tarde por el historiador venezolano Laureano Vallenilla Lanz en su trabajo sobre el “cesarismo democrático” publicado en 1919.
11 Tal mito se encuentra en la raíz de las teorías psicologizantes del liderazgo que se desarrollaron a lo largo del siglo XX (y particularmente a partir de la década de 1950), así como de toda una pléyade de investigaciones de cuño biográfico que tratan de explicar la emergencia de tal o cual líder, su impacto sobre su tiempo y sobre sus contemporáneos (cf. Daloz y Montané, 2003; Rodríguez, 2014).
12 Entendiéndolos como una suerte de “santos seculares”, Carlyle (2013) afirmó que el culto a los héroes era un instinto fundamental de la naturaleza humana, sin el cual la humanidad caería en la desesperación. En materia política, tales ideas se asociaron con los cultos a la personalidad autoritaria y totalitaria que condujeron a la catástrofe de la II Guerra (Sorensen, 2013). Más allá de tal asociación, lo cierto es que la exaltación de la figura del “héroe” que realiza Carlyle está reñida con la igualdad y fomenta la obediencia pasiva de la ciudadanía (Cassirer, 2004, p. 227). Vislumbrando esta última consecuencia, Quesada (2011, p. 123) advirtió, en su libro sobre Rosas, acerca de la peligrosidad de la teoría de Carlyle, señalando que “los pueblos no constituyen un rebaño a merced de cualquier pastor, ni deben acostumbrarse a ser únicamente la gens de un personaje cualquiera”.
13 Desde la concepción que sostiene que los grandes hombres son un elemento necesario de la historia, se comprende la importancia que tienen las biografías para la inteligibilidad de esta última. En esta dirección, Carlyle llegó a identificar la vida histórica entera con la vida de los grandes hombres, comprendiéndola a través del “retrato” que trazó de los “héroes” (cf. Cassirer, 2004, p. 228).Aunque el género biográfico desempeña un papel relevante en Facundo, para Sarmiento la historia no se agota en la biografía de un puñado de grandes hombres, sino que incluye la fisonomía del suelo, las costumbres y tradiciones populares no menos que la acción de las masas.
14 Este término comenzó a utilizarse en el siglo XVIII entendiéndose por tal la acción de los astros sobre el destino de los hombres. Hacia fines del XVIII la misma palabra vino a significar la acción lenta y continuada que una persona ejerce sobre otra persona o cosa. Esta segunda acepción secular se volvió progresivamente dominante, sin que, no obstante, la primera significación quedara totalmente eclipsada. Dos concepciones diferentes de la influencia se desarrollan a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Por un lado, habiéndose dejado de lado la connotación mágica inicial, el término se convirtió en un marcador de cientificidad, utilizándose para pensar las interconexiones entre dominios que se encuentran ubicados a distancia unos de otros. Una segunda concepción, articulada en la segunda parte del siglo XVIII, puso el acento sobre la dimensión activa y humana de los fenómenos de influencia, insistiendo sobre el poder que detentan ciertos hombres –particularmente aquellos de “genio”– para actuar sobre la historia y guiar el curso de los acontecimientos. Para un desarrollo más extenso véase Díaz (1997).
15 Para la época en que se publicó Rosas y su tiempo (1907), los debates sobre el concepto de sugestión, desarrollado inicialmente a partir de la aplicación de la técnica de la hipnosis para la cura de las histéricas, ya se habían vinculado, largamente, con la problemática de los patrones de la conducta colectiva (Haidar, 2016).
16 Surgida como brazo ejecutor de la “Sociedad Popular Restauradora”, un club de adherentes al rosismo creado en 1833, la Mazorca era un grupo de choque reclutado entre los sectores populares cuya acción estaba fuera de todo orden (cf. Pagani, Souto y Wasserman, 1998; di Meglio, 2008).
17 A partir de 1836 Rosas ordenó a los jueces de paz levantar un padrón extremadamente minucioso de las opiniones, ocupaciones habituales y servicios que los habitantes, tanto de la campaña como de la ciudad, prestaban a la Federación (Fradkin y Gelman, 2015). Como apunta Ramos Mejía (1952b, p. 100), los “formularios enviados (…) lo preguntaban todo, hasta el ‘humor’ y la conducta de los clasificados”.
18 Refiriéndose, por ejemplo, al degüello, ya Sarmiento (2018, p. 96) había señalado que Rosas había sabido aprovechar el “instinto de carnicero, para dar, todavía, a la muerte, formas gauchas y al asesino placeres horribles”.
19 Fundándose en estos aspectos, algunos autores han propuesto usar el término en las investigaciones pero sin atribuirle el estatuto de una noción “científica”(véase Lagroye, 2003).
20 Ello, incluso, en un autor como Quesada, que calificó a la teoría del héroe como“errónea” y “peligrosa” y polemizó abiertamente con las lecturas que anclaban la comprensión del rosismo en el análisis de la personalidad del líder.
21 Estos dos aspectos del fenómeno, polisémico, de “personalización” de la política, son destacados, entre otros autores, por Novaro (1995), D’Alessandro (2004) y Rodríguez (2014).
22 Entre los autores que sostienenuna concepción “discursiva” del populismose encuentran Laclau y Mouffe(1987);Aboy Carlés (2001); Laclau (2005); Panizza (2009) y Casullo(2019).
23 Entre los hallazgos a los que nos referimos cabe mencionar, por ejemplo, la caracterización que María Esperanza Casullo (2019) propone del discurso de los líderes populistas latinoamericanos que ascendieron al poder entre 1998 y 2015, la cual se encuentra estructurada en torno a dos tópicos principales: el modo cómo los diversos gobiernos que la autora analiza construyen el clivaje antagonista (pueblo versus élites) en torno al cual se monta el discurso populista, y la forma en que aparece caracterizado el líder que funge, en palabras de la autora, como “redentor” del pueblo.

Recepción: 20 abril 2019

Aprobación: 20 junio 2019

Publicación: 24 octubre 2019

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