A tres décadas de la recuperación democrática en la Argentina y de la cristalización de otros procesos de transición a la democracia en América Latina, este número especial de la Revista Cuestiones de Sociología está orientado a reflexionar críticamente sobre diferentes debates y conflictos acaecidos a lo largo de estos treinta años en nuestro país. En tal sentido, formulamos las siguientes preguntas a un conjunto de sociólogos destacados de nuestros medio.
El principal desafío ha sido y aún es, desde la perspectiva del largo plazo, alcanzar la república verdadera de Alberdi: aquella en que las leyes protegen los derechos de los habitantes y las instituciones garantizan el funcionamiento de las leyes; aquella en que las leyes no son cambiadas al compás de las mayorías circunstanciales sino en un diálogo abierto entre el gobierno y la oposición; aquella en que es posible para todos los habitantes, independientemente de sus opiniones políticas y de su situación social, obtener las garantías que les permitan perseguir en libertad sus objetivos de vida, cualesquiera sean ellos, sin temores debidos a la acción arbitraria de terceros. Si esa es la república verdadera, ella es todavía un objetivo más que un logro. Para estar más cerca de alcanzarlo habrá que esperar que haya gobernantes que no pretendan cambiar el ordenamiento legal para permanecer en el poder más allá de los límites fijados por las leyes ni busquen subterfugios para hacerlo y que haya representantes que representen a los gobernados en lugar de servir a los gobernantes. El desafío de la república verdadera, por lo tanto, está aún vigente.
Los partidos políticos tienen un papel clave en la construcción y fortalecimiento de una cultura democrática siempre que sean ellos mismos democráticos, no solamente en sus prácticas internas sino por las convicciones de sus dirigentes. Pero en este punto tropezamos con algunos inconvenientes: ¿existen acaso los partidos en la Argentina? ¿Qué significa “una cultura democrática”? O, en definitiva, ¿qué significa la democracia? En cuanto a la primera pregunta, es difícil responderla en sentido positivo. Los principales partidos se han debilitado en comparación con la fortaleza que tenían a mediados de la década de 1980 y han sido reemplazados por liderazgos personalistas cuyos objetivos no son vencer al tiempo mediante la organización sino conseguir el poder y permanecer en él todo el tiempo que sea posible. En otros países democráticos, observo, hay partidos cuyos líderes expresan opciones de política económica, de política social y de política a secas y los votantes los votan por las opiniones que sostienen. En la Argentina, la carencia de ese tipo de partidos deja a los votantes en la penumbra acerca de las intenciones de los políticos y exime a estos del control de sus pares. El origen personalista de los dos grandes partidos que dominan la política argentina desde hace un siglo parece haberse impuesto definitivamente sobre los esfuerzos organizativos que siguieron al ocaso de sus líderes.
No estoy seguro de que la existencia de partidos fuertes, basados en una cierta visión del mundo, sea la solución. Creo, más bien, que la clave para el fortalecimiento de la democracia está en los mecanismos de representación más que en la solidez de los partidos: en otros países, a pesar de la debilidad de los partidos, los representantes responden a las demandas de los votantes. Los partidos pueden ser un elemento clave de la democracia si sus dirigentes son democráticos, pero más lo son mecanismos de representación que acerquen a los votados y a los votantes, que hagan depender a aquellos de la voluntad de estos.
Pero en este punto es necesario hacerse la segunda pregunta: ¿qué es una cultura democrática? ¿Qué es, en definitiva, la democracia? Es la convicción, creo, de que el conocimiento y la verdad se encuentran diseminados entre los diversos componentes de la sociedad, por lo que debemos tolerar las opiniones distintas de las nuestras y promover las nuestras a través del diálogo con quienes no las comparten. Pero esto requiere una convicción similar en quienes tienen opiniones divergentes. Por eso la democracia, la cultura democrática, sólo es posible entre quienes acuerdan la tolerancia del disenso. La reducción de la democracia al imperio de la mayoría conduce a la creación de la hegemonía, no del consenso. La hegemonía es, naturalmente, la supremacía, el dominio de quienes gobiernan; es decir, una violación de la democracia. Ese es el mal de las democracias: sólo pueden florecer si los actores políticos que actúan dentro de ellas comparten la convicción de que ella es algo más que la regla mayoritaria y se marchitan rápidamente cuando un actor político quiebra las reglas que garantizan la convivencia pacífica en el disenso.
Un orden político democrático necesita la libre asociación de los habitantes para perseguir fines comunes, por lo que los movimientos sociales son también muy importantes para su existencia. Lo son en la medida en que expresan demandas existentes en algunos miembros de la sociedad y si son conducidos dentro de las reglas que sirven para garantizar la convivencia pacífica en el disenso. Lo son, también, pero en un sentido negativo, cuando se transforman en empresas para ordeñar la vaca del Estado sólo para distribuir algunas gotas de la leche que obtienen a los supuestos beneficiarios. El problema de los movimientos sociales reside en cuál de esos caminos siguen quienes articulan las demandas, porque estas no se articulan solas. Los movimientos sociales pueden ser tanto fuentes de capital social como redes de clientelismo. Como en el caso de los partidos, la opción depende de las convicciones democráticas, o no, de quienes los conducen.
El tema prioritario de la agenda política
nacional es el cambio consensuado de los mecanismos de representación
política para que la distancia entre gobernantes y gobernados
no sea cerrada por los planes sociales que perpetúan la
pobreza. Es cierto que hay un incentivo negativo para que los
políticos introduzcan cambios en prácticas de las que
han surgido y de las que han aprendido a sacar provecho, pero
solamente una fragmentación de la representación
política, que devuelva a los ciudadanos el poder de premiar y
castigar a sus representantes, hará posible cerrar la brecha
que hoy existe entre los empresarios políticos que apelan a
las masas televidentes y la vida diaria de los componentes de esas
masas, los gobernados. Es posible que no exista esta demanda en la
sociedad, distraída con los fuegos artificiales de la política
generosamente financiados con la miseria de los jubilados y a
expensas del bienestar de generaciones futuras; pero que la demanda
no exista, ni haya malestar alguno al respecto, es el resultado de un
siglo de populismo radical y peronista que ha tenido éxito en
trasladar el fundamento del poder de los ciudadanos individualmente
considerados a un pueblo abstracto cuya función no es distinta
de la que Dios tenía en el ordenamiento político del
Antiguo Régimen. No tengo esperanzas de que ese malestar que
siento se difunda, pero dada la oportunidad de expresar mi opinión
acerca del malestar con la democracia no puedo dejar de señalar
aquello que provoca malestar al menos a un ciudadano: quien esto
escribe. Es posible que otras personas sientan malestar con la
democracia por la inseguridad, por la inflación, por la
corrupción, como revelan las encuestas en estos días y
como también lo siento yo, pero creo que esos males son la
consecuencia de la autonomización de los políticos
permitida por los actuales mecanismos de representación. Mi
malestar decrecerá cuando los políticos, actores clave
de la democracia, cambien los mecanismos de representación de
modo tal que los incentivos apunten a lograr gobiernos más
transparentes, menos apegados a las construcciones retóricas y
más atentos a las posibilidades de los habitantes de gozar de
sus libertades concretas: un trabajo; una moneda en la que pueda
ahorrar; medios de transporte en los que pueda viajar sin
hacinamiento; rutas por donde pueda transitar sin riesgo de vida; una
vida exenta de las amenazas del crimen organizado y desorganizado; y
todas las otras libertades que, sin estar en la Constitución,
son esenciales para el desarrollo de nuestra vida de todos los días.