A tres décadas de la recuperación democrática en la Argentina y de la cristalización de otros procesos de transición a la democracia en América Latina, este número especial de la Revista Cuestiones de Sociología está orientado a reflexionar críticamente sobre diferentes debates y conflictos acaecidos a lo largo de estos treinta años en nuestro país. En tal sentido, formulamos las siguientes preguntas a un conjunto de sociólogos destacados de nuestros medio.
Sin dudas el principal desafío fue el generado por el poder militar, sobre todo frente a la necesidad de consolidar la estabilidad democrática luego de una historia de casi un siglo en que ello aparecía como un objetivo imposible: desde los años ‘30, ningún gobierno democrático había sido capaz de completar su mandato. En ese sentido, fue un mérito colectivo el de haber podido resistir las tentaciones y embates autoritarios en los varios momentos en que ellos aparecieron: cuando amplios sectores de los mandos militares trataron de boicotear los juicios; cuando se produjeron los primeros movimientos armados en la nueva democracia; cuando los principales grupos económicos decidieron movilizar sus fuerzas contra el gobierno de Raúl Alfonsín, etc. En íntima conexión con lo anterior, destacaría la habilidad con que el gobierno de Alfonsín supo sortear la terrible cuestión de justicia transicional que debió enfrentar entonces: cómo responder a las extremas violaciones de derechos humanos cometidas por la dictadura militar, sin precedentes en la historia nacional, y excepcional también en la historia del mundo. La respuesta, que incluyó fundamentalmente la formación de una comisión destinada a recabar imparcialmente información sobre lo ocurrido (CONADEP), y una estructura de juicios que mantuvo un inesperado equilibrio entre la impunidad (exigida por los militares, el peronismo, y sectores del empresariado y los sindicatos) y la condena a todos (tal como lo demandaban los familiares y víctimas de la represión, y militantes de derechos humanos). Con sus déficits y falencias, el juicio a las Juntas se convirtió, desde entonces, en uno de los hechos más importantes –y uno de los que más nos enorgullecen- de la vida pública argentina.
Creo que la misma pregunta tiene sus problemas. Por un lado, por colocar en un mismo plano a partidos políticos y movimientos sociales, y segundo, por insistir en una idea de “cultura democrática” que no resulta clara. En todo caso, señalaría que los partidos políticos han jugado un papel central en la historia de la humanidad, articulando intereses o representando a clases y sectores sociales, pero que ese papel ha quedado enterrado en el pasado. Los partidos se han reinventado, pero de un modo diferente al original, cuando aparecían enlazados a necesidades y demandas claras, provenientes de sociedades seguramente más homogéneas. Hoy los partidos aparecen, en una mayoría de casos, como maquinarias electorales más o menos eficientes, pero generalmente incapaces de atraer sobre ellos adhesiones efectivas, emotivas y profundas, más allá de las que pueda generar ocasionalmente algún líder carismático. En este sentido, representan en buena medida el ayer de la política. Los movimientos sociales son otra cosa, que también necesitamos definir con más precisión. Tal vez, podríamos decir de ellos que son grupos que ocasionalmente se movilizan frente a problemas o “angustias” coyunturales (la contaminación generada por una mina; el desempleo emergente y repentino; una oleada de graves violaciones de derechos humanos; etc.), y que ocasionalmente se consolidan como agrupaciones con demandas más estables, capaces de trascender la coyuntura que les dio origen (el Movimiento de los Sin Tierra, en Brasil; el movimiento indigenista). De ellos no podría decir, en general, que representan el futuro de la política, pero sí que tienen mucho que ver con el desarrollo de la política contemporánea, a la que alimentan con reclamos normalmente justificados.
Aquí
no me queda claro si la pregunta apunta a que dé una respuesta
descriptiva de lo que la mayoría de los partidos o dirigentes
políticos consideran prioritario; o una respuesta normativa,
relacionada con los temas que deberían dominar la agenda
política. Si fuera lo primero, la respuesta se orientaría
a mencionar cuestiones tales como la inflación, la inseguridad
o la corrupción. Pero me inclino por lo segundo. Creo que no
hay problema más importante en la agenda nacional que la
desigualdad. La desigualdad es un mal que corroe la vida pública
argentina desde sus inicios, y que con el paso del tiempo se ha
agudizado, enquistado y empeorado (la Argentina supo ser, en el siglo
XX, un país relativamente igualitario). La desigualdad, por lo
demás, es un mal que afecta a nuestra comunidad en diversas
esferas. Mencionaría algunos casos. Por un lado, hablaría
de la desigualdad económica, que provoca que buena parte de la
sociedad ya no vea al resto como una parte “igual”, y que
determina que sus miembros no se encuentren, socialicen entre sí
y se reconozcan en lugares comunes -la plaza, el hospital público,
la escuela o el barrio. Por otro lado, hablaría de la
desigualdad política, que implica que unos pocos, en
diferentes niveles (la ciudad, la provincia, la Nación)
controlan, organizan y sacan provecho de los recursos comunes, sin
dar mayor espacio a la discusión y supervisión
colectivas sobre el modo en que gestionar tales asuntos. Ambas
desigualdades (entre otras) son socialmente perniciosas, y han
convertido a la vida del país en una mucho menos digna de ser
vivida: ellas son las que provocan la actual desafección que
una mayoría siente con la vida política. Los males que
generan las desigualdades son numerosos (enumeré varios de
ellos, incluyendo la falta de reconocimiento mutuo), pero destacaría
sobre todo uno de ellos: la tremenda dificultad de diseñar un
proyecto común, que nos abarque a todos, y del que todos nos
sintamos parte. Hoy por hoy, las políticas tienden a ser
hechas por algunos pocos, para algunos pocos, pero en el nombre de
todos.
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