(FaHCE / UNLP, Argentina)
“Las causas lo iban cercando,
cotidianas, invisibles.
Y el azar lo iba enredando,
poderoso, invencible.”
Silvio Rodríguez
Tras la dictadura cívico-militar, surgieron dos relatos sobre las causas y azares del tránsito a la democracia representativa. Uno de ellos sostenía que el colapso interno había desembocado en una transición para la que ningún actor social estaba preparado, ya que no se trataba de un retorno sino de algo nuevo. Las luchas intestinas entre las cúpulas, los desmanejos económicos y la “fuga hacia adelante” eran las razones del azaroso don obtenido. A partir de allí, había que inventar una tradición democrática basada de modo sustantivo en los derechos individuales, que salvo la cortísima historia del Movimiento de Derechos Humanos, no tenía precedentes en la historia argentina. Y había que hacerlo cabalgando una tortuosa coyuntura crítica, carente de acuerdos consistentes entre los actores relevantes del sistema político. El otro relato argumentaba que el factor decisivo de la caída del régimen había que buscarlo en la oposición social, largamente fermentada, que desde 1979 había experimentado una paulatina alza en las luchas al calor de los desmanejos económicos de burgueses y militares y el descontento civil frente a los crímenes cometidos, y había inducido, finalmente, su crisis orgánica. Lo que parecía azar velaba los factores cotidianos e invisibles de un consenso antidictadura que se había expandido desde su existencia molecular hasta tornarse masivo luego de la derrota en la guerra del Atlántico sur.
En el primer relato, la sociedad, y dentro de ella las clases populares, se habían “encontrado” con la democracia. En el segundo, la sociedad, y sobre todo, las clases populares, habían “producido” las posibilidades políticas de la transición a un sistema de gobierno representativo. Ambos relatos tenían algo de razón, siendo que la descomposición del régimen y la resistencia (y posteriormente la movilización popular) fueron fenómenos que existieron simultánea y relacionalmente en un mismo proceso sociopolítico. Pero quizá no tenían razón en pensar la sociedad en términos tan homogéneos.
Si nos alejamos de sesgos simplificadores, la combinación de fortuna y causalidad sigue siendo una potente hipótesis para seguir investigando aquellos años, al menos en lo que respecta a la acción de las clases populares, que fue muchas cosas menos absoluta parálisis, como sostuvo desatinadamente Delich durante la década del ochenta. Sin embargo, la sociología de la primera década democrática parece haber quedada atrapada en ese argumento si miramos el papel mudo que le otorgó en su esquema al desarrollo efectivo de la política en el mundo popular. Eran épocas del eurocomunismo y de saldar cuentas con la propia trayectoria revolucionaria, eran los momentos de reflexionar sobre la naturaleza del “pacto democrático”. Así, la democracia fue entendida como un dispositivo de reglas que venía a regular las conductas políticas de actores suspicaces, incluidas, las clases populares, con abstracción de los procesos sociales, culturales y económicos subyacentes. De manera subsidiaria a lo anterior, se desarrollaron los debates sobre la ausencia o presencia de una cultura política democrática que permitiera incorporar esas reglas y que nutrió la noción de la “baja calidad institucional”. Como no podía ser de otra manera, semejante sayo normativo le quedó grande a cualquier práctica política emergente en el mundo popular que, por cierto, fue abiertamente desconocida como objeto de problematización. El legitimismo había ganado su batalla embanderado en el problema de la calidad de las instituciones y el estigma del clientelismo no tardaría en cubrir todos los sentidos de cualquier tipo de emergente político de las clases populares.
Como hijo de este problema mal planteado, surgió el desplazamiento de todo un campo específico de investigaciones sobre las prácticas populares, un sector de la sociedad que con el don de la democracia también había recibido el veneno del empobrecimiento, la exclusión y la sobreexplotación. En este pasaje pudo construirse un saber más acabado del mundo popular que permitió salir de las miradas miserabilistas forjadas en la década de los ochenta, que propinaban a diestra y siniestra la sociología y la ciencia política. La política practicada y vivida, antes que estar orientada por un pacto normativo, era el resultado de un complejo entramado de relaciones, intercambios y balances circunstanciados de poder, en el que la clave ya no era la institución sino la experiencia. El lazo político debía ser examinado como una dimensión experiencial del lazo social. Si ese lazo social estaba cambiando de modo acelerado en el mundo popular por efecto, entre otras cosas, de la transformación del régimen social de acumulación, no podía esperarse que el lazo político respondiera a un modelo que, por imperativo republicano, hacía de la negación de la cuestión social su piedra fundamental. Pero tampoco era adecuado pensar que las prácticas políticas populares reflejaban punto por punto una temida fragmentación y desintegración social. Ni en un extremo, ni en el otro: había que ubicarse en las mediaciones que tozudamente estos sectores habían producido con aquello que se les hacía desde arriba, en lo que más tarde toda una corriente de estudios provenientes de la etnografía denominó las tramas sociales de los sectores populares.
Este desplazamiento de las reglas a las prácticas permitió descubrir un nuevo conjunto de problemas al ponerse fuera del foco de la dicotomía “autoritarismo o democracia” que buscaba consolidar las fronteras externas del régimen político, y de la dicotomía “ciudadanía o exclusión” que situaba la frontera entre un presente abominable y un futuro deseado. Por efecto de los denominados “problemas de consolidación” y el repliegue de la ciencia política hacia la cuestión de la “gobernabilidad”, la sociología argentina descubría las fronteras internas del espacio político que se iba construyendo en democracia, volviendo sobre la desigualdad en el marco del neoliberalismo triunfante, pero recogiendo en el camino los elementos “positivos” que las prácticas populares agregaban al sistema de acción histórica. Antes que la igualdad política a secas, la democracia instituía todo un nuevo régimen de desigualdades, entre las cuales estaba el desigual reparto de la legitimidad para actuar y hablar en política.
A partir de esta mirada se pudo dar cuenta del papel que asumía una nueva configuración estatal en los entramados sociales de las clases populares y su enorme poder performativo; asimismo, se pudo captar la emergencia de una cultura popular que por abajo realizaba sus propios ensamblados sociales, más acá de los imperativos de modernidad democrática, que a veces se espera, encarnen las clases subalternas.
Durante la crisis del bienio 2001-2002 descubrimos que las clases populares habían procesado el binomio democracia-empobrecimiento a su modo, retraduciéndolo en procesos masivos de contestación social. Los pobres-ciudadanos desplegaban la acción colectiva en un escenario político en el que durante años se les había restado toda legitimidad en nombre de la “gobernabilidad democrática”.
¡Vaya paradoja! Los bárbaros que sostenían la frontera interna, los designados como indeseables que no formaban parte del espacio de juego, cuyas producciones, incluso discursivas, eran devaluadas y no podían ni siquiera acceder al estatus de opiniones, relegados al reducido espacio de la participación social tecnocrática, modificaron el perímetro de la política ensanchando sus límites. También las delimitaciones internas de un espacio de debate jerarquizado en un cierto número de comportamientos más o menos estancos, que en tanto objeto de discusiones recurrentes se fueron convirtiendo en hábitos de marcada inercia institucional, recibieron una súbita bofetada a la misma velocidad con la que el fuego consumía las puertas del Congreso nacional. Cualquier versión unidimensional o constrictiva de la política en democracia se consumió con las llamas que ardieron esos días.
Tras la crisis, enfocar “el lado positivo” contra la negativización sociocéntrica de las clases populares tuvo que combinarse con la reflexión sobre “los límites” de su productividad política. Esta nueva situación nos trajo varios interrogantes y desafíos con respecto a la relación entre democracia, política y clases populares. ¿La robusta movilización social que había quebrado la hegemonía neoliberal se traduciría en un proyecto político alternativo que tuviera como eje un nuevo protagonismo de los sectores populares y sus demandas? ¿Las formas de acción colectiva desafiante y las estructuras de movilización que las clases populares forjaron en la crisis podían ser las plataformas de un espacio político alternativo o contrahegemónico? ¿O por el contrario, lo que sobrevenía era una recomposición y absorción de esos actores colectivos en un régimen basado en la continuidad de la fractura social, la concentración económica y la esterilización de los aspectos más desafiantes de esa movilización? Para algunos, lo que ocurrió a partir de 2003 consistió en una cooptación y esterilización de las demandas radicales surgidas al calor de la crisis, y lo consideraron un déficit de legitimidad democrática del nuevo espacio político gobernante. Para otros, la salida de esta nueva crisis, a diferencia de la vivida a finales de los ochenta, se resolvió en un nuevo equilibrio inestable basado en una coalición gobernante que apuntalaba su débil legitimidad electoral tomando parte sustancial de esas demandas, agregándolas, antes que neutralizándolas, en una estrategia hegemónica, fuente de la legitimidad democrática de los gobiernos kirchneristas.
Ahora bien, lo que sí puede decirse con claridad es que la reincorporación de una parte significativa de los sectores populares en el Estado, a través de las políticas sociales y laborales, el resurgimiento de las organizaciones sindicales y la creación de un entramado de activismo con base popular que alimenta un fuerte militantismo introdujo un cambio de época en la relación entre política, democracia y clases populares. La comprensión de este proceso, de sus causas y azares, recién está comenzando.
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