ARTICULO/ARTICLE
Andrés Antillano
Instituto de Ciencias Penales.
Universidad Central de Venezuela
Venezuela
andresantillano@gmail.com
Cita sugerida: Antillano, A. (2014). Crimen y castigo en la revolución bolivariana. Cuestiones de Sociología, nº 10, 2014. Recuperado de: http://www.cuestionessociologia.fahce.unlp.edu.ar/article/view/CSn10a19
Resumen
El
articulo revisa las principales medidas de política criminal
adoptadas por el chavismo entre 1998 y la actualidad. En primer
término se presentan indicadores que ilustran como la
impresionante reducción de la pobreza y el mejoramiento de
otros indicadores sociales no han tenido como correlato una
disminución de las tasas delictivas. Por el contrario, se
destaca el aumento de la tasa de homicidios y otros delitos
violentos. Luego, se analizan las políticas estatales,
señalando un giro desde una visión “social”
del delito y el desarrollo de estrategias de inclusión hacia
un endurecimiento de la postura gubernamental, que se expresa en
reformas legales que reducen garantías y amplían el uso
de la prisión, el incremento de los tipos penales y el aumento
de la severidad del castigo.
Palabras Claves: Cuestión Criminal; Delito; Inseguridad
En diciembre de 1998, Hugo Chávez gana las elecciones presidenciales frente a un candidato único apoyado por todos los partidos del sistema. Su avasallante triunfo fue resultado de un discurso reivindicador de la justicia social y su apelación a las clases populares, duramente golpeadas por los embates de una década de gobiernos neoliberales y su estela de pobreza, exclusión y desigualdad. Con un programa político que se propusiera tanto medidas redistributivas para superar la pobreza y la oferta de profundizar y radicalizar la democracia con la inclusión social y política de los sectores hasta entonces relegados, Chávez había logrado atraer tanto el apoyo ferviente de los más pobres como el recelo, cuando no abierto rechazo, de las elites.
Pero una vez en el poder el chavismo debería encarar un problema adicional a las secuelas sociales de una década de políticas neoliberales y probablemente consecuencia de estas: una de las más altas tasas de criminalidad violenta en la región y las crecientes demandas de seguridad de sectores de la población. Aunque, a diferencia de los otros contendientes de las elecciones de 1998, Chávez no parece prestar mucha atención al tema de la inseguridad, y no lo hará tampoco en los primeros años de su gobierno, evidentemente se trata de un asunto de primera importancia para la realidad venezolana, no ajeno a su preocupación por los pobres, que resultan a fin de cuentas las principales víctimas del delito. Luego de tres lustros de gobierno chavista el balance no parece positivo: Venezuela ha más que duplicado la tasa de homicidios y la preocupación por el delito asciende a los primeros lugares, hasta el punto que las recientes revueltas de sectores de clase media en las grandes ciudades del país tienen, entre sus principales banderas, el problema de la inseguridad.
En este trabajo nos proponemos hacer un breve balance de la cuestión criminal en Venezuela: la situación tanto de la inseguridad (en sus dimensiones objetiva y subjetiva), así como los discursos y políticas del gobierno bolivariano. De manera más general, nos planteamos discutir, lejos de cualquier pretensión de exhaustividad y seguramente de manera poco satisfactoria, la relación entre políticas redistributivas, delito y castigo penal: ¿Hasta qué punto las políticas sociales, y sus efectos en la reducción de la pobreza, la desigualdad y la exclusión, impactan en el crimen y en la disminución del castigo penal? El caso de Venezuela presentaría, a un primer vistazo, una curiosa paradoja: la disminución de la pobreza y la desigualdad ha sido acompañada por un aumento de la violencia y de la criminalización de los pobres.
El crimen en Venezuela experimenta, guardando distancias en magnitudes y especificidades, mudanzas y desplazamientos semejantes a los ocurridos en otras latitudes (Young, 1999; Garland, 2005). Por una parte, un incremento de la pequeña criminalidad callejera y, simultáneamente, de los delitos violentos. Por otra, el delito intra-clases que prevaleciera en el pasado, da lugar a un delito inter-clase, en que las víctimas suelen ser los mismos pobres. En tercer lugar, la delincuencia deja de ser una categoría cerrada sobre sí misma, un lugar fijo y permanente (toda la literatura sobre rasgos y tipos de delincuentes, carreras criminales, delincuencia profesional, etc.) y se convierte en una posición relativa, intercambiable, en una forma de movilidad lateral (Kessler, 2006). Finalmente, la centralidad y autonomía del miedo al delito, que cuentan con vida propia de manera autónoma, aunque no necesariamente separada, del delito real.
Una criminalidad a la vez violenta y de bagatela.
En un sentido contrario a lo que indicaría su centralidad en la opinión pública y la percepción generalizada, y sin desdeñar las sospechas sobre la confiabilidad de las estadísticas oficiales, el volumen de delitos conocidos se ha mantenido estable desde la década de los 90, incluso con disminuciones significativas durante los últimos años. Para 1990 la tasa de crímenes reportados fue de 1.255 por cien mil, mientras en 2008 disminuyó a 993 (Provea, 2000- 2009; Ministerio de Justicia, 1990). Sin embargo, la naturaleza de los delitos ha conocido una mudanza significativa. Por una parte, parece haber aumentado significativamente una pequeña criminalidad, constituida por delitos de bagatela, oportunistas y callejeros, que en su límite inferior remite a prácticas infrapenales, molestias públicas, “incivilidades”. La encuesta nacional realizada por el INE en 2009 da cuenta de los bajos montos afectados por los robos reportados (INE, 2010), mientras que otro estudio, restringido a Caracas, arroja que la mayor parte de los hechos delictivos se dan en la calle, y afectan bienes como teléfonos celulares, carteras o joyas de poco valor (Centro de Estudios Sociales, 2009).
En el otro extremo han aumentado significativamente los crímenes violentos. Por una parte, los homicidios, cuya tasa se eleva de 19,75 por cien mil en 1998, a 48,5 en 2010 (1), colocando al país entre las naciones con mayor índice de violencia letal de la región. Si bien los homicidios no han dejado de crecer desde fines de la década de los 80, cuando la combinación de medidas económicas de corte neoliberal y represión del Estado dispararon la violencia social, y con una macabra regularidad tienden a duplicarse cada década, durante la era bolivariana el aumento de los homicidios ha sido persistente y vertiginoso aun cuando las condiciones de pobreza y exclusión, que habrían favorecido su extensión, parecen haber disminuido.
La participación de los delitos contra las personas sobre el total de crímenes reportados aumenta. Para 1996, aquellos representaban el 16,7% del total de delitos, mientras que para 2008 llegó a 30%. En cambio, en el mismo periodo los delitos contra la propiedad pasaron de un 69,8% del total, a un 56% (Provea, 2010). También han aumentado los crímenes contra la propiedad que implican alguna forma de violencia, como robos o secuestros. De acuerdo a la última encuesta de victimización, el número de personas victimizadas por robos, delito que supone violencia o la amenaza de ella, supera con creces el de hurtos: 60, 42 % de las ocurrencias contra 20, 64.
En el caso de los secuestros, parecen haberse “democratizado”: considerando datos sobre su duración y montos de los rescates, ya no se concentrarían en grupos sociales pudientes ni supondrían largos periodo de retención, sino que se trataría con frecuencia de retenciones cortas (“secuestro express”) y dirigidos a blancos heterogéneos, incluso a sectores sociales vulnerables. Del total de eventos recogidos por la encuesta de victimización del 2009, el 73,41% de los raptos duraron unas pocas horas, mientras que los montos pagados por liberación oscilarían entre menos de un salario mínimo, hasta cifras desmedidas (INE, 2010). Al atender al estrato social de las víctimas, según la misma encuesta, sólo el 2,95% pertenecen a los sectores con mayores recursos (estrato I), mientras los sectores medios reúnen al 27, 8%, y los pobres el restante 70% (INE, 2010).
Delitos como robos y secuestros recurren a la violencia como un medio coercitivo para lograr el fin previsto: intimidar y doblegar a la víctima y a posibles peligros, evitar ser aprehendido, eliminar rivales. Pero también crece una violencia de orden expresivo, aquella cuyo sentido no se agota en el propósito que persigue, sino que se justifica como fin en sí mismo. Es el tipo de violencia que generalmente caracteriza a los homicidios de jóvenes excluidos en barrios pobres, motivados por razones fútiles, sin sentido, y marcado por el despliegue de una crueldad excesiva.
Una criminalidad de pobres contra pobres.
El crimen se vuelve fundamentalmente un fenómeno intra-clase, de modo que la victimización se concentra en los grupos sociales menos favorecidos, en contraste con periodos anteriores, en que pareciera prevalecer el delito inter-clase, de victimarios sin recursos contra sectores pudientes u objetivos atractivos económicamente. En la última encuesta de victimización, los grupos menos favorecidos (estratos III, IV y V) acaparan el 84% del total de crímenes reportados. En el caso de delitos violentos el porcentaje es aún mayor: las víctimas para un 98% de los homicidios provienes de sectores de menos recursos; 90, 45 % para lesiones. En la misma dirección, el delito tiende a hacerse “próximo”, cercano espacial y socialmente, frente a la tradicional relación de extrañamiento entre víctimas y victimarios: para los homicidios, se recoge que en el 36, 51% de las víctimas conocía a su victimario, en las lesiones esta cifra asciende a 66, 39%. Un 57,27% del total de los delitos ocurrieron en el barrio de residencia del afectado (INE, 2010).
El delito como actividad amateur.
Otro rasgo relevante es la “fluidificación” de la delincuencia, que deja de remitir al delincuente inveterado, a la carrera delictiva sostenida durante tramos extensos de la vida adulta, como un rol cristalizado y rígido, sino se vuelve una posición intercambiable y móvil de la que se entra y se sale de manera constante, compatible con otras actividades no necesariamente ilegales (ver también Kessler, 2006). En nuestro trabajo de campo, mucho de los infractores que entrevistamos reconocían que su participación en el delito solía ser una actividad eventual y transitoria, asociada con objetivos circunstanciales, (cobrar una deuda de sangre u honor, obtener un bien deseado), o responder a oportunidades y situaciones emergentes.
El sentimiento de inseguridad como entidad autónoma.
Por último, la dimensión subjetiva de la inseguridad adquiere relevancia renovada, convirtiéndose en una entidad autónoma y que responde a dinámicas propias. En estos 15 años la inseguridad ha escalado posiciones en las preocupaciones ciudadanas, ocupando el primer lugar entre los problemas en la opinión pública desde 2006. El número de personas que identifican la seguridad como el principal problema del país se incrementa de 18% de los entrevistados en encuestas realizadas en 1999, a 76% en 2010 (Provea, 2000-2011). Esta centralidad de la seguridad se extiende a todos los estratos sociales, convirtiéndose en un tema de consenso entre distintos grupos poblacionales, cuando en momentos anteriores podía considerarse una percepción focalizada fundamentalmente en los sectores medios urbanos: en la última encuesta de victimización, el 53,43% de los entrevistados pertenecientes al estrato V consideraba muy grave la situación de la inseguridad en el país, mientras los del estrato IV que opinaban así llegaron al 59, 40%. (INE, 2010).
El ascenso de la inseguridad como problema de mayor preocupación para la opinión pública estaría correlacionado con el aumento de los delitos violentos (y no necesariamente con el total de los crímenes, que se mantendría estable, como ya sugerimos), pero también con el mejoramiento de otros ítems que ocuparan en su momento lugares relevantes en la agenda pública, como el desempleo, la economía o la pobreza (de hecho, en el último año, la inseguridad ha sido desplazada nuevamente por otros problemas apremiantes, como el desabastecimiento o la inflación). De esta forma, el sentimiento de inseguridad crece en dirección inversa a la disminución de la pobreza o el desempleo. En otras palabras, en la medida en que otras demandas son resueltas y se elevan las condiciones de vida de los más pobres, la preocupación por el delito pareciera aumentar.
Los discursos y políticas del chavismo frente al delito y la inseguridad han variado sensiblemente durante estos 15 años. Durante los primeros años de gobierno bolivariano prevalece una retórica “estructural” que explica el delito en su relación con la cuestión social. En consecuencia se rechazan las fórmulas represivas y se clama por estrategias de inclusión social que permitan revertir las condiciones que lo producen. Esta postura varía significativamente en los últimos años, y el tema de la seguridad pasa a tener una posición más importante en el discurso del chavismo, hasta llegar a convertirse en la principal bandera tanto de la campaña electoral como del programa de gobierno de Nicolás Maduro, que sustituye a Chávez a su muerte. Ahora el delito se entiende como un problema moral, como expresión de los valores del capitalismo, y el delincuente pasa de ser una víctima del sistema, a considerarse un enemigo del pueblo y de la revolución (Antillano, 2012).
Este cambio en el discurso tiene su paralelismo en un desplazamiento en las prácticas institucionales. Tanto en el campo legislativo como en las políticas implementadas, es visible un endurecimiento de la postura gubernamental que coincide con la nueva retórica.
En los primeros años, consistente con el discurso estructural sobre la criminalidad y el rechazo a las fórmulas represivas, se verifica una disminución significativa de las respuestas punitivas. La población en prisión cae de 20 mil reclusos a cerca de 14 mil en 1999, y los índices más notorios de abuso policial, como las detenciones masivas e ilegales, la represión a manifestaciones o las torturas, conocen un importante retroceso (Antillano, 2010; Provea, 1999, 2000, 2001). Pero posteriormente opera un deslizamiento hacia políticas duras de castigo penal que implican el incremento de la violencia policial y de la población en prisiones. Este endurecimiento se expresaría en reformas legales que reducen garantías y amplían el uso de la prisión, el incremento de los tipos penales y el aumento de la severidad del castigo, en el plano legislativo; la utilización profusa de figuras que abrevian el proceso y debilitan el derecho a la defensa y la presunción de inocencia, y el envío masivo de sospechosos a la prisión preventiva, en la administración de justicia; dispositivos policiales sobre-reactivos, que se focalizan en la pequeña criminalidad callejera y aumentan la criminalización de grupos desfavorecidos, como jóvenes de sectores populares urbanos, así como la creciente participación de fuerzas militares en labores de seguridad, en el plano policial.
El gobierno bolivariano se inaugura con la puesta en vigencia de un nuevo código procesal, aprobado por la legislatura anterior, que, siguiendo el modelo de otras reformas en el continente, combina un enfoque garantista con medidas de orden managerial en el intento de desbloquear el colapso de la administración de justicia penal y generar un clima de certidumbre jurídica en un momento de apertura a la globalización. Al igual que en el resto de países de la región, el nuevo código conoció tempranas reformas que revirtieron sus aspectos más avanzados, como el juicio en libertad, las principales garantías procesales y las fórmulas alternativas de cumplimiento, a la vez que se instituyeron procedimientos expeditos para juzgamiento y condena sin considerar el debido proceso. (2)
El proceso penal iniciado en 1999 contribuyó significativamente con la reducción de la población en prisiones, llegando a las cotas más bajas desde finales de los años 70. En cambio, las reformas siguientes dispararán la población penal, que asciende rápidamente, y al ritmo de cada cambio legislativo, de 14 mil a 24 mil entre 1999 y 2009.
Otro rasgo distintivo del creciente punitivismo en materia legal es la profusa legislación penal producida durante los últimos años. Por un lado, un derecho penal simbólico, que ha significado la profusión de nuevos tipos penales contra conductas no consideradas como delictivas (acaparamiento, especulación, compra de divisas en el mercado negro, etc.), más con una función simbólica e ideológica que instrumental. Pero a la par se promulgan leyes penales especiales (ley contra el secuestro, contra delincuencia organizada), generando dispersión legislativa y doble punición de delitos propios de los sectores desfavorecidos, a la vez que incrementan las penas previas y la criminalización por el uso de tipos penales difusos o la introducción de figuras procesales que debilitan el debido proceso.
En tercer lugar, un aumento de la pena y de la severidad de su cumplimiento por la vía de reducción de beneficios y fórmulas alternativas. Reformas en el código penal y en las leyes antidrogas han aumentado significativamente el castigo de delitos propios de los pobres, a la vez que tanto modificaciones legislativas (como la reforma penal de 2005, luego revertida a raíz de una ola de protesta penitenciarias) o jurisprudenciales, como una curiosa sentencia del Tribunal Supremo que considera los delitos de drogas como crímenes de lesa humanidad, y por lo tanto imprescriptibles y no elegibles para beneficios procesales y penales, tiene como efecto una mayor severidad el castigo penal, al dificultar medidas de libertad anticipada o fórmulas alternativas.
En el orden policial, se reinstalan como práctica dominante las tácticas duras de policiamiento, orientadas a detenciones masivas de sujetos considerados peligrosos (jóvenes varones pobres) y a una hiperactivación frente a la pequeña criminalidad callejera: menudeo de drogas, hurtos y pequeños robos, arrebatones, etc. Ésta sobre-representación de la criminalidad callejera en la actividad policial se expresa en la saturación del sistema penal por casos de flagrancia, representando, de acuerdo a datos preliminares de tribunales de Caracas, más del 90 por ciento de las causas que se procesan. Finalmente, sobre todo a partir de 2009 hay una creciente protagonismo de fuerzas militares en labores policiales (primero la Guardia Nacional, aunque el último plan de seguridad, Patria Segura, incorpora el resto de componentes de la fuerza armada), tanto en patrullaje como en tareas de coordinación y comandos de cuerpos civiles.
El cuadro anteriormente bosquejado reflota un debate aún pendiente: ¿Qué novedad han traído los gobiernos pos-neoliberales, progresistas y de izquierda en la región, en materia de seguridad? ¿Cómo encaran el delito y las demandas de seguridad y qué diferencias plantean frente a las estrategias de mano dura de los gobiernos conservadores y neoliberales hegemónicos en la década anterior? ¿El giro a la izquierda en la política supone un viraje similar en la cuestión criminal? Pero sobre todo, en tanto que estos gobiernos apuestan por políticas sociales y redistributivas para superar la pobreza y la desigualdad, ¿qué efectos tienen esas políticas en el delito y su tratamiento?
En el caso de Venezuela, el esfuerzo del gobierno en recuperar la inversión social ha permitido un mejoramiento significativo de las condiciones de vida de los sectores menos favorecidos, la disminución de la desigualdad (que pasó de 0,48 a 0,38 de acuerdo al índice Gini), de la pobreza (una reducción de 55% a 28%), de la mortalidad infantil (la tasa de natalidad pasó 72 a 77 nacimientos vivos por cien mil), entre otros indicadores. Sin embargo, y a contramano de lo que prevé buena parte de la literatura, el impacto de las políticas redistributivas y la disminución de la exclusión y de la brecha social no parece impactar ni en la violencia ni en el castigo penal. El número de homicidios, por ejemplo, aumenta a la par de la reducción de la desigualdad entre distintas categorías sociales (Tilly, 2000; Fitoussi y Rosanvallon, 1997), medida por el Coeficiente Gini.
Elaboración: Andrea Chacón y José Luís Fernández a partir de anuarios estadísticos sobre mortalidad del Ministerio del Poder Popular para la Salud.
De manera semejante, la población en prisiones también mantiene una relación inversa con la desigualdad. Durante los 90´ población penal y desigualdad aumentan de forma paralela. En los últimos 15 años, luego de una disminución significativa en los primeros tiempos del gobierno bolivariano, la desigualdad disminuye y el número de reclusos aumenta.
Elaboración: Andrea Chacón.
¿Esto conduciría a aceptar que la violencia y la criminalización responden a causas distintas a factores estructurales? De hecho, en Venezuela tanto actores del gobierno y de la oposición (ver Antillano, 2012), así como expertos y académicos (ver Briceño-León et al., 2012; Moreno, 2009) coinciden en explicar el delito a partir de causas culturales o morales, relegando el peso de las variables estructurales.
Por nuestra parte, creemos que persisten relaciones relevantes entre disposiciones estructurales y cuestión criminal, no sólo a pesar de las políticas redistributivas, sino justamente a consecuencia de ellas. Al no cambiar las condiciones estructurales que generan exclusión, y por el carácter focalizado que con frecuencia adquieren, las políticas sociales terminarían por promover nuevas fracturas y brechas sociales, esta vez al interior de las propias clases populares, entre aquellos que han mejorado sus condiciones de vida y aquellos otros grupos que quedan rezagados.
Estas nuevas diferencias intra-clase, que se expresan en el acceso diferenciado a distintos recursos y formas de capital, y no sólo en términos de rentas o salarios, son tanto refractarias a las políticas redistributivas y las políticas sociales focalizadas, como intangibles a los métodos convencionales de medición. El Coeficiente Gini, por ejemplo, tiende a “achatar” los extremos de la distribución, reduce la desigualdad al ingreso como única variable y es insensible a las diferencias intra-categoriales (por ejemplo, las que existirían en una misma familia, entre el padre incluido en el mercado laboral formal y el hijo que no cuenta con trabajo).
Las políticas redistributivas, en tanto que no revierten las causas de la exclusión y pierden su cobertura universal, introducen desigualdades intra-categoriales, brechas sociales dentro de las clases populares, que promueven indirectamente tensiones y conflictos, a la vez que erosionan los vínculos de clase y comunitarios. Por otro lado, la mayor disponibilidad de circulante que suponen, impactaría en las expectativas sociales, lo que implica una nueva fuente de tensiones para los grupos aún excluidos, al tiempo que aumentarían las oportunidades para el delito.
El aumento de la violencia intra-clase, pero también la creciente sensación de inseguridad y demandas de respuestas punitivas por parte de los grupos sociales que han visto mejorar sus condiciones de vida, serían efectos paradójicos de estas condiciones. Mientras los grupos recién incluidos miran con suspicacia y temor a los relegados en la medida en que mejoran sus condiciones de vida, estos últimos usarían la violencia y el delito como respuesta (simbólica y material) a la exclusión persistente y frente a las nuevas formas de desigualdad que los aliena de aquellos de los suyos que han tenido mejor acceso a las oportunidades abiertas por las políticas redistributivas.
Por último, estas desigualdades emergentes dentro de las clases populares, sujetos privilegiado del proyecto bolivariano, también permiten explicar el incremento del castigo penal, las estrategias policiales duras y el aumento de la población en prisiones, como una respuesta del Estado frente a fracciones de los pobres que quedan fuera de las políticas de inclusión, operando una bifurcación entre políticas de inclusión y castigo en el gobierno de los pobres (ver Wacquant, 2010).
(1) El volumen de homicidios en Venezuela es objeto de frecuentes debates y especulación. Esto tanto por la opacidad del Ministerio de Relaciones Interiores, que no publica datos desde hace varios años, como por la forma en que se le mide en las estadísticas oficiales, que computa por eventos (“casos) y no por víctimas, además de contabilizar aparte las muertes en enfrentamiento con cuerpos de seguridad pública. Por nuestra parte, la tasa que presentamos se basa en registros de mortalidad de los anuarios de salud pública en que se computan muertes por armas de fuego (Fernández y Chacón, 2013), que consideramos un índice de mayor fiabilidad.
(2) La primera reforma es del año 2000, a la que le siguieron otras del mismo talante en 2001, 2006 y 2008. La reforma del 2009 se concentra en aspectos formales, y la más reciente, del 2012, tiene un valor ambiguo, pues mientras elimina las fórmulas de participación popular en el proceso y establece el juicio en ausencia, amplía los criterios para suspensión del proceso.
Antillano, A. (2012) Seguridad y política en la Venezuela bolivariana: la seguridad en el debate político venezolano entre 1998-2009. Espacio Abierto, 21,4.
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Recibido: 2 de febrero de 2014
Aceptado: 4 de abril de 2014
Publicado: 11 de septiembre de 2014
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