Artículos
La smartphonización de la vida social
Resumen: Este artículo aborda los efectos sociales de una de las tecnologías con mayor difusión en los últimos tiempos: el smartphone. Hoy, la mayoría de los usuarios de Internet accede a la red a través de este pequeño dispositivo móvil. Sin embargo, en lugar de pensar, como se hace habitualmente, que el smartphone es nuestra vía de acceso a Internet, aquí se propone detener la atención en lo inverso: en el hecho de que los smartphones constituyen la vía de acceso de las corporaciones digitales a los sujetos, que constituimos su fuente de ganancias. Abrevando de la teoría social crítica, se indaga en uno de los correlatos más notables de la smartphonización de la vida social: la subsunción del sujeto y de su vida cotidiana al capital.
Palabras clave: Smartphone, Digitalización, Cotidianidad, Capital.
The smartphoneization of social life
Abstract: This article addresses the social effects of one of the most widespread technologies in recent times: the smartphone. Today, most Internet users access the web through this small mobile device. However, instead of thinking, as is usually done, that the smartphone is our way of accessing the Internet, here it is proposed to pay attention to the opposite: on the fact that smartphones are the way of access for digital corporations to the subjects, who constitute their source of profit.Drawing on critical social theory, one of the most notable correlates of the smartphonization of social life is investigated: the subsumption of the subject and his daily life to capital.
Keywords: Smartphone, Digitization, Daily life, Capital.
Introducción
Los smartphones (teléfonos móviles con conexión a Internet) han ido adquiriendo cada vez más funcionalidades y han integrado, en su exiguo interior, las funciones de lo que antes eran múltiples aparatos u objetos independientes: en el recóndito espacio interior del celular –en la poderosa minucia de sus chips–, se concentran el teléfono, el reloj, el despertador, la agenda, el calendario, el mapa, el periódico, el reproductor de música y de videos, la televisión, la máquina de escribir, la radio, la cámara fotográfica, el álbum de fotos, el GPS, la grabadora, la videocámara, la consola de videojuegos, el explorador de Internet, la calculadora, la linterna, la colección de discos, la videoteca, el archivo, el buzón de correo, la libreta de notas, etcétera. Además, las aplicaciones para teléfonos móviles han expandido enormemente el espectro de funciones posibles de los smartphones: desde banca móvil, gimnasio virtual o aplicaciones para controlar la adicción al smartphone. De esta suerte, el smartphone se ha convertido en un “multi-dispositivo online portátil” (Haug, 2016, p. 23) que ha desplazado a viejos aparatos cuyas funciones están integradas en este peculiar “teléfono” con el que lo que menos hacemos es hablar por teléfono.1
Tal como ha observado Israel Márquez (2015), la pantalla del smartphone es una pantalla “antropofágica” (p. 232) en tanto que devora nuestra atención: la pantalla reclama –luminiscente y vibrante– nuestra atención, solicita nuestra interacción pulsional con ella, nos come y come nuestro tiempo. Además, el smartphonedevora también a las pantallas y medios que le han precedido: esa pequeña pantalla portátil concentra en buena medida la pantalla de cine, la pantalla televisiva, la pantalla de la computadora, la pantalla de los videojuegos, etcétera. De ahí (de esta enorme concentración de funciones y de la aparición hechizante de imágenes, sonidos y textos en su pantalla resplandeciente) la fascinación que producen los teléfonos móviles en muchos de sus usuarios. La relación profundamente deseante –cuando no compulsiva– que solemos entablar con estas pequeñas pantallas de mano, ha llevado a algunos a considerar los smartphones como nuevos “objetos de devoción” (Han, 2014,p. 26) que nos hacen abismarnos –incluso contra nuestra voluntad– en el orden que instauran.
El smartphone –esa tecnología sintética que reúne “en un mismo espacio físico limitado, todas las funciones” (Márquez, 2015, p. 234)– ha logrado introducir su régimen hasta en las fibras más profundas de nuestra vida diaria. Este pequeño aparato móvil se ha convertido en pocos años en la gran vía de acceso a los entornos digitales: hoy, en México –desde donde escribo–, el 96% de los usuarios de Internet se conecta habitualmente a la red a través de un smartphone, mientras que solo 16.5% lo hace a través de una computadora de escritorio (Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Secretaría de Comunicaciones y Transportes e Instituto Federal de Telecomunicaciones, 2020, p. 7). A nivel global, 91.5% de los usuarios de Internet accedea la red a través de un smartphone (We Are Social y Hootsuit, 2021). De esta suerte, el smartphone es, cada vez más, la pequeña pero potente puerta de acceso a los universos virtuales.
Pero el smartphone no es solo un medio a través del cual los sujetos accedemos a los ambientes digitales que han sido dispuestos por las grandes corporaciones tecnológicas (Alphabet y sus múltiples ramales –desde Android2 y Google Chrome hasta YouTube o Google Maps–, Meta y sus divisiones –desde Facebook hasta Instagram o WhatsApp–, Twitter, Netflix, Amazon, Uber, etcétera) sino que el smartphone es, quizás sobre todo, un medio a través del cual esas corporaciones acceden a nosotros y, sigilosamente, nos subsumen a los imperativos de la acumulación de capital en su fase actual del capitalismo de plataformas digitales.3 A través de nuestra relación –cada vez más intensa– con el smartphone, las empresas de plataforma hacen varias cosas: extraen y comercializan datos derivados de nuestros comportamientos (desde nuestra ubicación y nuestros desplazamientos por la ciudad, hasta nuestras comunicaciones o nuestros patrones de navegación en la red)4, nos hacen ver publicidad personalizada y, con ello, intervienen sobre nuestros hábitos de consumo y los moldean (publicidad que a veces no reconocemos como tal pues está hábilmente filtrada en los espacios digitales gracias a una estrategia de “autenticidad” que le hace tomar la apariencia de no-publicidad), direccionan nuestro comportamiento político y electoral a través de las informaciones y desinformaciones que circulan a través de Internet–no solo recibimos mensajes publicitarios personalizados sino, también, “mensajes políticos personalizados” (Manokha, 2018, p. 40)–, extraen plusvalía de quienes, como los trabajadores de Uber, Rappi o plataformas similares, trabajan a través de aplicaciones móviles –esas apps a las que los trabajadores ingresan a través del smartphone y que constituyen las nuevas “fábricas de la era de las redes” (Zuazo, 2018, p. 23)5–, etcétera. Así, al tiempo que el smartphone es nuestro gran medio de acceso a Internet, es asimismo el gran medio de acceso de las corporaciones digitales a nosotros mismos (que conformamos su fuente de ganancias, ya sea como trabajadores o como consumidores).
De esta suerte, el smartphone (que aparece, simultáneamente, como medio de trabajo, medio de consumo, medio de información, medio de entretenimiento, medio de comunicación, medio de vigilancia corporativa y de intervención empresarial sobre nuestras conductas) se ha convertido en un dispositivo que, en virtud de su portabilidad y de su enlazamiento al Internet móvil, permite “una conexión perpetua [de cada sujeto] con el capital global” (Cancela, 2019, p. 23). La relación pulsional que entablamos con el teléfono celular (del que nos cuesta desprendernos) representa un triunfo de las empresas del capitalismo digital cuyo modelo de negocios depende de nuestra adhesión a este pequeño pero eficaz dispositivo de extracción y realización del plusvalor.
Desde el año 2007, cuando Steve Jobs, dueño de Apple, presentó por primera vez el smartphone de esa prestigiosa marca –rodeada de un halo mítico eficazmente promovido por el marketing–6, estas pantallas portátiles conectadas a Internet han ido ganando terreno en la vida social a tal punto que hoy buena parte de la cotidianeidad pasa por esa tecnología móvil: pasan por ella nuestras comunicaciones y relaciones interpersonales, la búsqueda de información de todo tipo, buena parte de nuestro trabajo, el consumo de mercancías a través del comercio electrónico, la lectura de textos de todo género, la relación con la actualidad noticiosa, diversas prácticas de escritura, el entretenimiento, el juego, la orientación en el espacio urbano a través de los sistemas de mapas interactivos, etcétera. Si durante sus primeros años los teléfonos móviles fueron un artículo de lujo que solo las clases altas tenían a la mano, con el paso de los años ha habido una creciente popularización de estos dispositivos tecnológicos personales7 (aunque no hay que olvidar que muchos segmentos sociales –tanto segmentos de clase como segmentos etarios– no tienen ni usan estos teléfonos móviles8). En su paso de artículo de lujo a un artículo cada vez más extendido en el campo social, los smartphones se han convertido en una de las mercancías emblemáticas de nuestros días (en una especie de objeto-símbolo del capitalismo contemporáneo), a tal grado que hay quienes sostienen que estamos hoy ante la formación de una “sociedad smartphone” (Aschoff, 2016) en la que buena parte de la sociabilidad, del lenguaje, del vínculo, de la interacción comunicativa, del trabajo y del consumo, pasan por estas pantallas que vibran a pocos centímetros de nuestros cuerpos.
En este artículo me propongo presentar una reflexión teórica sobre algunos de los efectos de la creciente smartphonización de la vida social. La perspectiva desde la cual pienso el fenómeno toma distancia del principio de hiperespecialización e hiperlocalización que domina buena parte de las ciencias sociales contemporáneas (un principio que demanda de las investigaciones una concentración exclusiva en temas estrechamente delimitados y estrechamente localizados en el tiempo y en el espacio; si bien esa concentración arroja a menudo resultados muy relevantes, también es cierto que su adopción como principio exclusivo de producción de conocimiento puede conducir a una oclusión de las posibilidades de las ciencias sociales de ampliar la lente). Mi interés aquí no reside en estudiar los usos de los teléfonos celulares en un lugar determinado o por un grupo social específico, sino en tratar de ensayar una perspectiva general sobre la smartphonización de la cotidianidad y sobre la conformación del smartphone como un dispositivo tecnológico que pone en relación a cada sujeto con el capital.
En la primera sección del texto presento algunos antecedentes históricos de la relación entre pantallas9 y dominación –en este recorrido sintético veremos que “la historia de la dominación puede describirse como el dominio de diferentes pantallas” (Han, 2022, p. 29)–; en la segunda sección desarrollo las características fundamentales de lo que llamo el “régimen smartphone” y exploro las razones por las cuales el teléfono móvil conectado a Internet es “la tecnología que más rápidamente se ha popularizado en el mundo” (Antón, Andrada de Gregorio y López del Hoyo, 2018, p. 161); finalmente, en las conclusiones del artículo propongo considerar el smartphone como un mecanismo de subsunción del sujeto y de su vida cotidiana al capital. A lo largo de este trabajo abrevo tanto de literatura sociológica y antropológica (de corte cualitativo) dedicada al estudio del papel de los smartphones en la vida social contemporánea, como de recientes informes estadísticos que presentan información cuantitativa relevante para fraguarse una imagen de conjunto sobre el tema.
Pantallas y dominación
La pregnancia de las pantallas no es nueva. Las pantallas han ocupado un lugar destacado en la modernidad: desde la aparición del cine en el siglo XIX, pasando por la generalización de la televisión, de los videojuegos, de las computadoras y de los dispositivos portátiles de pantalla táctil (tabletas, smartphones, smartwatches, entre otros), las pantallas han captado –con una fuerza que no cabe sino reconocer como magnética– la atención de sus espectadores y usuarios; pocos se sustraen al poder de atracción de las pantallas, a su indiscutible imantación.
Las distintas pantallas que han aparecido a lo largo de la historia han estado ligadas, de un modo u otro, al orden económico de la época que las produce, las acoge y las usa. Toda tecnología, cualquiera que esta sea, “es dependiente de la compleja textura social y política del mundo en el cual surge” (Silverstone, 2011, p. 7). En efecto, “[e]s sencillo buscar correspondencias entre tipos de sociedad y tipos de máquinas, no porque las máquinas sean determinantes, sino porque expresan las formaciones sociales que las han originado y que las utilizan” (Deleuze, 2006, p. 3).
Durante la época de la consolidación de la gran industria de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la pantalla cinematográfica era la pantalla predominante (y, en realidad, casi la única pantalla10); la gran pantalla cinematográfica (que surgió gracias a los desarrollos técnicos de la gran industria) se dirigió desde siempre a una colectividad: la sala de cine es un espacio colectivo, “un recinto que debe acoger por definición a más de una persona” (Márquez, 2015, p. 38). La pantalla cinematográfica se ha dirigido siempre a esa multitud que se amontona y compacta en las salas de cine.
Más tarde, durante el fordismo y durante la edad de oro del capitalismo “benefactor”, a la pantalla de cine se sumó la pantalla de la televisión: la televisión se convirtió en el “centro luminoso” del hogar que “presidía el comedor” (Navarro, 2017, p. 25) y que, como un hipnótico fuego doméstico, reunía a la familia a su alrededor, acompañaba el trabajo doméstico de la madre o apoltronaba al padre cansado en el sillón, sumiéndolo largas horas frente a una progresión encadenada de imágenes analgésicas, calmantes. La televisión se ha dirigido, sobre todo, a captar la atención no ya de una colectividad en un espacio relativamente público como la sala de cine, sino la atención de la familia. Aparato de la esfera privada, la televisión se dirigía –no exclusivamente, pero quizás sobre todo– a la familia y al hogar obrero que había que disciplinar y entretener, y cuya opinión (a)política había que teleproducir y teledirigir. En el fordismo y con las exigencias de la producción en masa, el gran capital requería de la constitución de un proletariado estable y disciplinado para asegurar el ritmo de la producción en serie y, para generar esa estabilidad familiar y política, se recurrió a la televisión, ese pequeño pero a la vez “colosal instrumento de mantenimiento del orden simbólico” (Bourdieu, 1997, p. 20) que logra penetrar hasta la casa y la alcoba. Si el capital requería de la formación de una fuerza de trabajo estable, requería, también, de un hogar estable que asegurara la reproducción de esa fuerza de trabajo y hubo, por tanto, una gran atención dirigida a la producción de un modelo de familia adecuado a la producción en serie, tarea de la que las telenovelas y los programas de televisión se encargaron con bastante éxito.
Más tarde, la pantalla de televisión acogió también a los videojuegos que, en la habitación infantil y adolescente, aparecieron como “máquinas para la diversión” (Navarro, 2017, p. 10) que enseñaron a la niñez y a la juventud a responder con virtuosismo, satisfacción y prontitud a las órdenes e instrucciones que brotan de la tecnología (Navarro, 2017).
A partir de la década de 1990, la pantalla de la computadora entró en los hogares que pudieron costearla y entró, sobre todo, en la oficina y en los espacios de trabajo en general: convertida desde hace varias décadas en una máquina universal que hace posible tanto actividades productivas, actividades de coordinación económica y actividades que caen en la esfera del consumo, la computadora ocupa un lugar medular en infinidad de centros de trabajo y en los hogares que tienen acceso a ella.
Hoy, la pantalla predominante (aunque, por supuesto, no la única), junto con la de la televisión, es la pantalla del smartphone. En efecto, el smartphone (esa nueva pantalla que anticipó Fernando Benítez en 1975 cuando, en un fragmento de su Viaje al centro de México, previó la aparición de lo que llamó el “teléfono-visión”11) es la pantalla que hoy succiona la mayor cantidad de horas de la vida social cotidiana.12 El teléfono móvil no se dirige ni a la colectividad ni a la familia, no aspira a fijarse al hogar, al escritorio doméstico, a la habitación adolescente o a la oficina, sino que se dirige, ante todo, al individuo (aunque, capturando y pegándose como una lapa al individuo, el régimen smartphone se propone capturar la totalidad social: aspirando a llegar a los individuos –a “los elementos más tenues” (Foucault, 2010, p. 896) de la sociedad–, se aspira en realidad a captar a la sociedad en su conjunto, a subsumir a cada uno de sus elementos atomizados). Si el teléfono celular –móvil por excelencia– aspira a fijarse a algo es al sujeto. Pequeña pantalla portátil de mano, el smartphone hace del individuo su usuario. Convertido en una verdadera prótesis de nuestros cuerpos (¿o somos nosotros la prótesis del smartphone?), el smartphone tiene el don de la ubicuidad: está unido al individuo que, cautivado y conectado, lo carga siempre consigo (y lo consulta a cada rato como a un nuevo oráculo). No extraña que haya sido el neoliberalismo la época que vio surgir la telefonía celular (primero el teléfono móvil tradicional y, en el nuevo milenio y en vísperas de la crisis de 2008, el smartphone): como veremos, es un aparato que responde muy bien a las necesidades del capital de contar con trabajadores y consumidores “flexibles” y conectados (Aschoff, 2016).
Curiosamente, entre más tamaño perdieron las pantallas, mayor ubicuidad y presencia fueron ganando en la vida cotidiana: a menor dimensión de las pantallas, mayor su multiplicación y propagación por el espacio social. A mayor “miniaturización” (Márquez, 2015, p. 240) de estas tecnologías, mayor su penetración social y su fusión con nuestra vida cotidiana.
Hoy todas las pantallas arriba referidas coexisten (la pantalla cinematográfica, la televisiva, la pantalla lúdica de los videojuegos, la pantalla de la computadora, la del smartphone, entre otras).13 Quienes tenemos acceso ordinario a ellas, a lo largo del día pasamos de una a otra casi sin advertirlo (Márquez, 2015), en una especie de pasaje tecnológico de una pantalla a otra que acompasa nuestra vida diaria y que le imprime buena parte del tono. En esta proliferación de pantallas en nuestra actualidad, la pantalla del smartphone –junto a la de la televisión– ocupa el lugar más destacado en cuanto a la fuerza de su presencia en la vida diaria. Prótesis de nuestros cuerpos y fiel acompañante de nuestros desplazamientos –y de nuestras quietudes y apoltronamientos14–, el smartphone se ha convertido en una tecnología omnipresente (aunque ausente, obviamente, en quienes no tienen acceso a ella). La relación que entablamos con estos teléfonos es, por supuesto, socialmente heterogénea: depende –como casi todo– de la clase social, de la edad, del lugar urbano o rural de residencia, del género y de otras variables sociales que introducen diferencias en los usos y no-usos de estos dispositivos.15 Sin embargo, pese a la evidente heterogeneidad de esas relaciones y pese a la diversidad de patrones de uso, los smartphones tienden a imantar a quienes los usamos y tienden, además, a una notable expansión (en los años venideros es muy probable que cada persona esté ligada a uno de estos dispositivos o a algún sustituto miniaturizado y fijado al cuerpo que permita una experiencia aún más inmersiva en los ambientes digitales16).
La información estadística disponible ofrece una imagen aproximada del tipo de usos más generalizados de los smartphones. Las aplicaciones móviles más utilizadas a nivel global son las siguientes: apps de mensajería instantánea, de redes sociales, de compras electrónicas, de videos y entretenimiento, de mapeo, de música, apps bancarias y de servicios financieros (We Are Social y Hootsuit, 2021). Cada uno de estos ámbitos está dominado por grandes empresas. La evolución de Internet y de la digitalización de la vida social ha estado acompañada de la evolución de una tendencia a la concentración oligopólica: “En 2007, la mitad del tráfico de internet se distribuía entre cientos de miles de sitios dispersos por el mundo. Siete años después, en 2014, esa misma cifra ya se había concentrado en treinta y cinco empresas” (Zuazo, 2018, p. 14) y hoy tenemos un dominio de sólo “cinco gigantes” (Zuazo, 2018, p. 14), los llamados GAFAM (Google, Amazon, Facebook –hoy Meta–, Apple y Microsoft). Así, el acceso a los entornos digitales es –la gran mayoría de las veces– un acceso a un ambiente intensamente empresarizado en el que prevalece el interés privado de grandes corporaciones. Por ejemplo, en el campo de las redes sociales –que absorben una gran parte del tiempo que pasamos online en nuestros teléfonos– las plataformas más exitosas (tanto a nivel global como en México) son, en ese orden, YouTube, Facebook, WhatsApp, Messenger e Instagram (We Are Social y Hootsuit, 2021), de modo que dos grandes empresas (Alphabet y Meta), ambas con sede corporativa en Estados Unidos, concentran el mercado internacional de las redes sociales.17 De esta suerte, la smartphonización de la vida social representa una empresarización de la vida social, en el sentido de que cada vez más ámbitos de la sociabilidad (desde la búsqueda de información hasta la comunicación con nuestros allegados o la búsqueda de pareja) están mediados por empresas de plataforma que lucran con esa misma sociabilidad que mediatizan. Hay que notar, además, que las empresas digitales dominantes (con las cuales nos relacionamos por medio de los smartphones) tienen su sede corporativa en países del Norte global (sobre todo en Estados Unidos18) pero extraen sus ganancias de la totalidad mundial, de modo que la digitalización contemporánea profundiza la vieja tendencia del capitalismo a “la transferencia de riquezas de la periferia al centro” (Sweezy, 1973, p. 20). En suma, en nuestra relación cotidiana (íntima y compulsiva) con el smartpohne entramos en relación con el gran capital que, con sede en los centros de acumulación, succiona ganancias de los distintos territorios smartphonizados.19
El régimen smartphone
Los smartphones imantan, ponen en juego una activación del deseo que engendra, en muchos de sus usuarios, una sensación de dependencia. La convergencia de múltiples funciones en el smartphone, su capacidad de almacenamiento de diversos datos que se han vuelto necesarios para la vida cotidiana, su capacidad para “dirigirnos” en nuestra vida diaria (dobla a la izquierda, dobla a la derecha), y la presencia –en el teléfono– de plataformas que permiten la comunicación y la visualización instantánea de información, nos hacen ansiar la cercanía del smartphone en las más próximas inmediaciones de nuestro cuerpo. Muchas razones apuntalan esta ansiedad; veamos algunas.
Por un lado, la propia identidad personal pasa cada vez más por la representación que hacemos de nosotros mismos en las redes digitales cuyos sistemas de reconocimiento a través del like y del número de vistas nos invitan a hacer representaciones exitosas de nosotros mismos: nos invitan a aparecer allí como personas simpáticas, guapas, inteligentes, profesionales, críticas, irreverentes, penetrantes, irónicas, deseables, moralmente intachables –no como los demás–, atractivas, en fin, como los nuevos “personajes felices de la pantalla” (Horkheimer y Adorno, 2007, p. 159); buena parte de las redes digitales que prometen conexión y encuentro con otros está sostenida por una conminación a construir imágenes de nosotros mismos, una tarea de autoconstrucción simbólica a la cual la sociedad actual destina una creciente cantidad de tiempo, angustia y esfuerzo. Este mandato que recae sobre el sujeto de representarse a sí mismo en el campo digital –un campo intensamente empresarizado que demanda interacción y que nos dice “comparte lo que sientes”– deriva en un uso sostenido del smartphone. El smartphone vehiculiza “flujos de afecto” (Wajcman, 2017, p. 213) y de reconocimiento que enganchan eficazmente a los usuarios: ese flujo afectivo es aprovechado por las empresas para capturar nuestra presencia en los entornos digitales empresarizados.
Por otra parte, las habituales exigencias laborales de implicación en el trabajo y de disponibilidad permanente, refuerzan la simbiosis sujeto-celular. Hay aún mucho que escribir sobre el papel del smartphone en la instauración de un trabajo a toda hora y en cualquier lugar,20 sobre la conversión del smartphone en una oficina móvil y abierta las 24 horas, sobre el papel de las redes sociales en la construcción del prestigio personal y del “valor laboral” de cada quien (sobre el asombroso papel que juega el like–esa nueva forma de los índices de audiencia aplicada ahora a los individuos– en la visibilidad e invisibilidad social de las personas y en el establecimiento de su capacidad de “influencia”, de su “valor” y renombre, etcétera). Además, el smartphone –junto con las plataformas a las que da acceso– se ha convertido en un medio de producción: un ejemplo paradigmático de ello son las plataformas digitales de trabajo como Uber, Didi, Beat, Cabify, Rappi, entre otras empresas representativas de la actual uberización del trabajo, en las que trabajadores conectados a Internet son explotados y controlados a distancia a través del teléfono celular. En efecto, además de ser un medio de consumo continuo –consumo de informaciones y desinformaciones, de mercancías, de publicidad, de la brillante vida del otro expuesta en Facebook, de “opiniones pedantes y tweets despiadados” (Aschoff, 2021)–, el ingrávido smartphone se ha convertido también en una poderosa fuerza productiva en nuestra sociedad. Pequeña pantalla de mano, extendida en amplias capas poblacionales y que permite una disponibilidad y una conexión permanentes, el smartphone calza muy bien con las necesidades del capitalismo actual que depende cada vez más de trabajadores conectados y de los flujos instantáneos de información para lograr la extracción y la realización de la plusvalía. Tal como señala Nicole Aschoff, “las exigencias neoliberales para disponer de trabajadores flexibles, móviles y conectados (…)hacen esenciales [a los smartphones]” (2016) en nuestros días. Estas pequeñas tecnologías móviles –que han logrado en muy pocos años su popularización y dispersión internacional– han sido un elemento esencial de la transformación del mundo laboral que hoy atravesamos, han propiciado la aparición de nuevos formatos empresariales y de nuevos métodos de organización, explotación y vigilancia del trabajo (hoy el smartphone funciona como una potente herramienta que permite a las empresas monitorear y medir a la distancia el desempeño de los trabajadores). Así, una de las razones de la notable expansión de los smartphones se explica por la intensa relación entre el teléfono móvil y el mundo del trabajo.
Otra de las razones de la expansión del smartphone, reside en el hecho de que posibilita “el mantenimiento de las redes y relaciones sociales” (Pink,Horst, Postill, Hjorth, Lewis y Tacchi, 2019, p. 95); en efecto, la comunicación instantánea que hacen posible los teléfonos móviles permite mantener los vínculos sociales pese a la distancia impuesta por procesos migratorios, por vidas laborales atareadas que impiden la frecuentación presencial con los allegados, etcétera. Se trata de una tecnología que viabiliza una especie de presencia no presencial, que hace posible “formas de estar juntos que no implican (…)estar en el mismo lugar físico” (Pink et al., 2019, p. 109), lo cual constituye un poderoso motivo para smarpthonizar nuestras vidas. Además, entre los motivos de la smarphonización de la cotidianidad se encuentra el hecho de que los smartphones permiten a la clase trabajadora gestionar las crisis a las que está constantemente expuesta: permiten movilizar redes de reciprocidad y ayuda mutua para sortear los avatares de una vida diaria precarizada, de ahí el hecho de que estas tecnologías móviles hayan sido
rápidamente adoptadas por una fuerza laboral global insegura y nómada, que está continuamente enfrentando la crisis, que carece de servicios sociales básicos (…)[y que es] dependiente de redes familiares y comunitarias [con las que la comunicación se fluidifica vía smartphone] que ofrecen un soporte no provisto ni por el capital ni por el Estado (Dyer-Witheford, 2015, p. 121).21
Así, hay una relación entre la precariedad económica de nuestros días y la smartphonización de la vida social.
La expansión de los smartphones y la relación adhesiva que se suele entablar con ellos se debe, también, a que tanto el smartpnone como los entornos digitales a los que da acceso, están generalmente diseñados a través de cierto principio analgésico, sedante: el smartphone –y el mundo digitalizado al que da paso– nos “hace sentir bien”, entrega “siempre aquello que busco” (Scasserra, 2019, p. 26), nos ofrece una sucesión (un feed22) de imágenes anestésicas, un bálsamo audiovisual hipnótico que, con colores brillantes y diseños infantilizantes, nos hace olvidarnos momentáneamente del desaliento de la vida diaria; en cierto modo, la pantalla del smartphone es una especie de “portal” (Milleret al., 2021, p. 232), una especie de ventana a un mundo alterno que permite a su usuario fugarse del lugar en el que está. Frente al malestar social que engendra sistemáticamente el capitalismo, los smartphones son un bálsamo que ofrece a sus usuarios un aturdimiento plácido (una especie de alienación apacible), una captura de la conciencia en un feed letárgico: la gran mayoría de los productos digitales, al igual que muchos de los productos de la industria cultural clásica (del cine, la radio, la televisión, las revistas, la música comercial, etcétera), pueden ser consumidos en un “estado de distracción” (Horkheimer y Adorno, 2007, p. 140). Así, el smartphone, en su vertiente de tecnología analgésica, no solo permite al capital capturar la fuerza productiva de los trabajadores (de quienes trabajan por mediación de estos dispositivos) sino que le permite, también, capturar el ocio (y la depresión que a menudo se le asocia), permite redirigir el tiempo libre hacia los circuitos de la valorización del capital. El ocio que mediatiza el smartphone es un ocio que ha sido hábilmente reconducido a la esfera de la acumulación: mientras, tirados en la cama, vemos videos de YouTube o de TikTok, nuestro ocio y aletargamiento depresivo se vuelven en cierto modo productivos, generan ganancias y colaboran con los circuitos económicos del capitalismo digital. El smartphone expresa bien (y permite explotar bien) las contradicciones de nuestro tiempo: es un aparato que permite a las empresas capturar tanto las fuerzas productivas de los trabajadores conectados, como canalizar los aletargamientos (tanto de los empleados como de los desempleados) hacia la valorización del capital (el desempleado deprimido que mira cientos de videos de YouTube –pues encuentra en ello un cierto placer– contribuye a la valorización de la empresa y consume los infinitos flujos de publicidad que circulan por allí).
A través de la suma de sus múltiples funciones, los smartphones –y las plataformas a las que dan acceso– han logrado entrelazarse con la más fina “urdimbre de nuestras vidas” (Wajcman, 2017, p. 16), a tal punto que muchos cuidamos que el smartphone esté siempre al alcance de la mano y de la mirada (incluso durante la noche, cuando la mano y la mirada yacen y se abisman en el reposo del sueño; el aparato vela nuestro sueño insensato y le señala su fin cuando vibra y repiquetea para traernos de vuelta a la vigilia). A la relación de dependencia que a menudo entablamos con los celulares ha contribuido, también, la invención del sistema de notificaciones, esos sonidos, luces o vibraciones que brotan del aparato, que le imprimen a todo un sentido de urgencia y que nos hacen saber que otro nos busca, nos escribe, nos menciona, nos nombra en el espacio digital. Tal como ha escrito Liliana Corredera (2018) evocando el uso del smartphone: en las “pantallas azules (…)cada uno hambrea miradas del otro” (p. 30).
La invención de las llamadas notificaciones ha sido muy eficaz para producir una relación continua y compulsa con el smartphone: todo un “régimen de actualizaciones periódicas, de alertas de mensajes, de noticias, etc., que nos obliga a permanecer conectados en todo momento, a estar pendientes cada vez más de la pantalla” (Márquez, 2015, p. 199). El sistema de notificaciones colabora con la producción de la pulsión por la conexión permanente, por estar conectados al celular y a las redes digitales que palpitan en él. Sin embargo, cada vez es más común que revisemos el teléfono celular aunque las notificaciones no se produzcan (revisamos la pantalla infinidad de veces sin necesidad de que aparezcan notificaciones, estamos allí sin ser llamados). Se ha calculado que un usuario promedio toca la pantalla táctil del smartphone unas 2,617 veces al día (Winnick, 2022); muchas veces, esos accesos al mundo digital que late en el smartphone constituyen una búsqueda errática, sin un fin concreto, una navegación por el entorno digital del smartphone que no responde a ninguna notificación y que se hace a la espera de un hallazgo que, las más de las veces, nunca llega. ¡Qué portentoso aparato es este que tiene a millones de personas prendadas, cautivadas en la atención a lo que en él aparece y no aparece!
El smartphone es un aparato “interactivo” que responde (a través de la tactilidad de la pantalla) a nuestras búsquedas, a nuestras “órdenes”, a nuestra acción. El celular (por su propia configuración técnica objetiva) reclama nuestra interactividad con él y en ello reside parte de su poder de atracción. Esgrimo, sobre este punto, una hipótesis: como muchos nos sentimos impotentes para modificar nuestro mundo social, la capacidad de modificar lo que aparece y desaparece en el celular nos seduce: algo (al menos algo) responde a nuestro deseo de transformación. Esta ilusión transformadora contribuye con la actividad intensa en los celulares. (Aunque, curiosamente, mientras creemos controlar algo, somos subsumidos en el orden que instala la digitalización en la que nos sumergimos a través del smartphone). La pantalla táctil nos hace creer que participamos, da la “apariencia (…)de posibilidad de elegir” (Adorno y Horkeimer, 2007, p. 136), hace surgir la ilusión de una posibilidad de elección entre productos digitales que las más de las veces están fuertemente estandarizados; esta pequeña pantalla táctil interactiva da a su usuario la ilusión ideológica de una “libertad de la yema de los dedos” (Flusser en Han, 2022, p. 20): pero ese dedo del like y el dislike que se cree libre tiende en realidad a constituirse como “órgano de elección consumista” (Han, 2022, p. 20).
El enérgico régimen de deseo que está ligado al smartphone ha sido deliberadamente diseñado por grandes corporaciones tecnológicas que –ofreciéndonos acceso gratuito a sus aplicaciones– lucran con nuestras actividades digitales mercantilizando el rastro de nuestros desplazamientos por la red. Como es sabido, las empresas de plataforma lucran con los datos que involuntaria o voluntariamente generamos en nuestras navegaciones por la red (crean perfiles de nuestros hábitos a fin de segmentar públicos y dirigir publicidad personalizada). La publicidad es una de las grandes triunfadoras de la digitalización de la vida social: más de 80% de las ganancias de Alphabet (dueña de Google) proceden de la publicidad (EFE, 2022). Así, el deseo ligado al smartphone (y a sus apps) que parece surgir de los íntimos entresijos del sujeto, está técnicamente producido por grandes corporaciones tecnológicas que requieren, para asegurar sus ganancias, del engendramiento de una relación adhesiva sujeto-dispositivo digital a fin de poder recabar la mayor cantidad posible de datos comercializables y a fin de hacernos ver publicidad.
Tan evidente es la relación de dependencia que a menudo entablamos con el teléfono celular que esta ha merecido la invención de un neologismo de tintes psiquiátricos: nomofobia. El término (que procede de una contracción de los vocablos no-mobile-phone phobia) hace referencia a la sensación de aflicción y de falta que solemos sentir cuando estamos lejos del teléfono celular y de las comunicaciones y afecciones que viabiliza:23 perder el celular entraña “una pérdida de algo más que un mero objeto. Como un miembro fantasma su pérdida (…)[deja] una ausencia” (Antón, Andrada de Gregorio y López del Hoyo, 2018, p. 158). Pero lejos de ser una patología psiquiátrica, la relación compulsiva con el smartphone –que algunos describen como “toxicómana”24– ha sido prevista y diseñada por las corporaciones que requieren de nuestra presencia reiterada ante la pantalla y que, para ello, hacen un “robo de tiempo” (Scholz, 2013, p. 3) y un robo de la concentración de los usuarios. Gracias a una investigación periodística (Guimón, 2019) se sabe, por ejemplo, que las élites de las grandes empresas del capitalismo digital asentadas en Silicon Valley (directivos, programadores, ingenieros de software y demás altos cargos de las corporaciones tecnológicas de la zona), suelen preferir educar a sus hijos en entornos escolares sin smartphones, sin tablets y sin computadoras, pues arguyen que, sobre todo en la educación primaria, su efecto resulta contraproducente en tanto, dicen, disminuye las capacidades cognoscitivas y motrices de los niños25 y saben (porque están implicados en ello) que el diseño de la mayoría de los programas de software tiene la intencionalidad de generar dependencia. Según la investigación de Guimón, las escuelas privadas de la zona aledaña a Silicon Valley que reciben a los hijos de las élites del capitalismo digital han vuelto, así, al viejo pizarrón, a los lápices, a las hojas de papel y no permiten la entrega de tareas escolares realizadas en computadora. De este modo, “[l]os adultos que mejor comprenden la tecnología de los móviles y las aplicaciones quieren a sus hijos lejos de ella. Los beneficios de las pantallas en la educación temprana son limitados, sostienen, mientras que el riesgo de adicción es alto” (Guimón, 2019).
No debe sorprendernos que un dispositivo tan deseante como el smartphone sea a la vez un mecanismo de dominación. Michel Foucault tuvo, entre sus aciertos, el de mostrar cómo el ejercicio del poder pone muchas veces en juego la activación del deseo. Contrario a la habitual tesis de que el poder actúa siempre en contra del deseo (reprimiéndolo, conteniéndolo, poniéndole trabas y límites), Foucault mostró que el poder está lejos de ser solo una instancia represiva. Distanciándose de la generalizada idea de que el poder solo reprime, actúa negativamente, como una fuerza “que dice no” (Foucault, 2007, p. 137), Foucault mostró la capacidad productiva del poder: puso en evidencia que el poder, más que solo reprimir, aspira a producir(a producir formas específicas de sociabilidad, diferencias sociales, discursos, espacios, obediencia, cosas, plusvalor26). Los smartphones son un ejemplo claro de esa eficaz alianza entre poder y deseo: han logrado instaurar nuestra relación deseante con unos dispositivos que, además de capturar nuestra vida diaria (y de capturar la propia conciencia, la concentración, etcétera), generan una cantidad ingente de ganancias para el gran capital, tanto para las empresas productoras de teléfonos celulares como para las empresas de plataforma, muchas de las cuales se encuentran entre las corporaciones más valorizadas de nuestros días (véase la lista de Forbes, 2022). Esto no significa que los usuarios de los smartphones y de sus aplicaciones no podamos hacer –y que no hagamos de hecho– un uso contra hegemónico de esa misma tecnología que nos somete[27] (ni tampoco significa que haya que asumir una posición tecnófoba con respecto a tecnologías que tienen notables ventajas y potencialidades de todo tipo que, bajo otras relaciones sociales de producción y consumo, pueden resultar aún más provechosas de lo que ya son), pero las grandes empresas tecnológicas han logrado instaurar, a través de la creciente smartphonización de la vida social, nuevas formas de dominio de la vida cotidiana, nuevas formas de organización y explotación del trabajo, de dominio del consumo, del ocio, de la depresión, etcétera. Estamos hoy ante la consolidación de un régimen en el que un dispositivo tecnológico adherido a nuestro cuerpo y fundido con nuestra cotidianidad, mediatiza –y canaliza hacia los circuitos de valorización del capital– nuestra identidad personal, nuestro trabajo, nuestro consumo, nuestra distracción, nuestros vínculos, nuestra relación con la información, etcétera.
Palabras finales: el smartphone y la subsunción del sujeto al capital
No es mi intención asumir una posición tecnófoba y nostálgica de presuntamente “mejores” tiempos pasados y analógicos. Los smartphones tienen evidentes ventajas, pero también tienen evidentes problemas que derivan, ante todo, del hecho de que su diseño responde a la lógica profunda de la valorización del capital. Como se sabe, el propio diseño de la tecnología “lleva incardinadas decisiones políticas” (Wajcman, 2017, p. 52) y económicas; los artefactos tecnológicos no son neutrales (Winner, 1980) –no son un puro objeto aséptico y sin intencionalidad–, en ellos subyacen las relaciones sociales y los antagonismos de la sociedad que los produce y los usa. Los aparatos tecnológicos están socialmente constituidos: su propia materialidad, concreción objetual y “contenido técnico” (Wajcman, 2017, p. 51) están sostenidos e impregnados de relaciones de clase, de intereses específicos.
El smartphone es una tecnología de “subsunción”28 del sujeto al capital, una tecnología que liga a cada individuo smartphonizado a una relación –ya sea como trabajador o como consumidor– con las corporaciones del capitalismo digital que dominan el ámbito de lo digital;29 el smartphone es la pequeña máquina que, adherida a nuestros cuerpos y fusionada con nuestras actividades cotidianas, captura casi la totalidad de nuestra vida para adosarla a las necesidades de la valorización del capital.
Como es sabido, Karl Marx formuló el concepto de subsunción para pensar la forma a través de la cual el capital entra en relación con el trabajo, cómo este último es puesto bajo la dirección capitalista y cómo esta dirección transforma el propio proceso de trabajo –y la tecnología que en él interviene– que se ve absolutamente gobernado por el mandato de la succión de plusvalor (la organización de los procesos de trabajo, las tecnologías productivas, etcétera, se ven absolutamente gobernadas por el principio de la absorción de plusvalía). Ahora bien, hoy, con el ascenso del capitalismo digital y con la smartphonización de la vida social, la subsunción ha aumentado aún más su ya de por sí amplio campo de dominio: el capital no solo subsume el trabajo del sujeto sino, además y por si fuera poco, subsume también otras esferas de su vida (como la atención, la concentración, el consumo, el lenguaje, los comportamientos, los vínculos, el ocio, la depresión, etcétera). El smartphone se presenta, así, como una tecnología de subsunción del sujeto y de su vida diaria al capital.
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Notas
Recepción: 06 Septiembre 2022
Aprobación: 10 Noviembre 2022
Publicación: 02 Enero 2023